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Columna
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Póquer de sangre

Una guerra que no se sabe adónde va es el germen de una derrota, a menos que el objetivo de la guerra sea la guerra misma

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, el 31 de diciembre en la reunión semanal de su Gobierno en la base militar de Kirya, en Tel Aviv.
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, el 31 de diciembre en la reunión semanal de su Gobierno en la base militar de Kirya, en Tel Aviv. ABIR SULTAN (Pool/ Reuters)
Lluís Bassets

Netanyahu se quedó corto. No será tan solo Gaza la que saldrá irreconocible. También Israel y la región entera. El detonante fue el ataque de Hamás, pero la reacción de Israel, una guerra desatada en toda regla, ha introducido la vertiginosa dinámica que preocupa a todo el mundo.

Nadie va a salir indemne de un lance tan trágico y extremo. Nadie quedará tampoco al margen de una partida en la que se juega el reparto del poder en una región tan estratégica y con tantos recursos. La reivindicación del atentado de Kermán revela el interés del Estado Islámico por sentarse a jugar este póquer sangriento, en el que se juega el liderazgo islámico entre el chiismo iraní, el islam político de los Hermanos Musulmanes que representa Hamás y las pretensiones de hegemonía regional saudí.

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En Rusia y Ucrania ya hemos visto los cambios que acompañan a la destrucción y la muerte a gran escala de la guerra más clásica. Una dura y represiva autocracia rige ahora en Moscú, mientras nace la nueva nación de Ucrania, europea, atlántica, liberal, armada hasta los dientes y cada vez más lejos del mundo pos-soviético. En Israel y Palestina, en cambio, todo es oscuridad respecto al futuro. Israel es ahora una extraña nación en guerra, con refugiados interiores huidos de los confines con Líbano y Gaza, dirigida por un primer ministro hundido en el desprestigio y desautorizado por el Tribunal Supremo, pero paradójicamente sostenido por el consenso más amplio en su historia sobre el derecho a defenderse y la liquidación de Hamás. Peores son el desamparo, la división y el desgobierno entre los palestinos, con la desprestigiada Autoridad Palestina como única alternativa para gobernar Gaza.

Pronósticos y deseos coinciden en que Netanyahu se irá cuando la guerra termine. Por eso no quiere que termine. Aplaza así su obligado rendimiento de cuentas por los fallos que permitieron el pogromo del 7 de octubre sin que el ejército israelí pudiera evitarlo. Sus responsabilidades se extienden a la dirección de una guerra de frutos tan escasos en cuanto al descabezamiento de Hamás y al rescate de los rehenes. Una guerra que no se sabe adónde va es el germen de una derrota. A menos que el objetivo de la guerra sea la guerra misma, convertida en la forma definitiva israelí de estar en el mundo. Nada mejor para conseguirlo que desparramarla por la región, como ya está ocurriendo, con el auxilio que nunca falta de todos los extremismos.

El cambio alcanza a las ideologías en pugna, al sionismo, al nacionalismo palestino y al islamismo. Es inquietante la inversión ideológica que sitúa en Occidente a cierta izquierda anticolonialista en el campo del antisemitismo islamofascista y a la extrema derecha, antaño antisemita, junto al sionismo antiárabe y antimusulmán del Gobierno más conservador de la historia de Israel. Son los efectos inesperados del trágico juego de azar que es la guerra, la partera de la historia.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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