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Columna
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Cuando muere quien nos cuida

Trato de descifrar cuál era el secreto para que tanta gente venerara la ayuda de la psicoanalista Mariela Michelena, y creo no desacertar si afirmo que no borraba su humanidad cuando te escuchaba

La psicoanalista Mariela Michelena en una imagen de archivo.
La psicoanalista Mariela Michelena en una imagen de archivo.Plataforma Editorial
Elvira Lindo

Mucho hemos hablado estos dos años pospandémicos de la salud mental, de romper el tabú o el estigma, del derecho a la asistencia, de cómo el mordisco de la ansiedad, la depresión e incluso las tendencias suicidas han azotado a los jóvenes más que a ninguna otra capa de la población. Mucho se ha escrito de quien acude a un especialista en busca de consuelo, para librarse de obsesiones y pensamientos intrusos, pero en esta historia de fragilidades, qué poco nos acordamos de los depositarios de nuestra angustia, los que tratan de que sepamos convivir con ella. Hace unos días murió una mujer admirable, Mariela Michelena, psicoanalista venezolana que llegó hace 40 años a España, y aquí desarrolló el grueso de su carrera prestando una cálida atención a tantos pacientes que acudimos a su consulta. Mariela no parecía una psicoanalista. No es que exista una apariencia establecida para quien ejerce ese oficio, pero la singularidad exuberante de esta mujer de humor caribeño, elegante, siempre con los labios pintados de rojo y esa sonrisa abierta con la que te recibía, rebajaba sin duda la aprensión que produce destapar ante una desconocida el frasco de una vulnerabilidad que a menudo avergüenza.

Mariela Michelena ejercía como psicoanalista y escribía libros sobre la materia con un lenguaje que, como ella misma definía, todo el mundo podía entender, pero a raíz de un cáncer que la dejó sin pechos comenzó a practicar una escritura confesional que nos fue desvelando quién era esa mujer que preservaba con discreción su vida porque consideraba que la que importaba era la de sus pacientes. Aquella profesional, que por no contar ni había querido decirle a un niño al que trataba cuál era su signo del zodiaco para que no la definiera con disparatados rasgos astrológicos, narró en Anoché soñé que tenía pechos cómo se las arregló para no rendirse a un cáncer muy agresivo. Valiéndose siempre de un humor imbatible, afrontaba la enfermedad haciendo tal acopio de alegría que nunca se me pasó por la cabeza que fuera a morirse. Creo que lo mismo les ocurrió a tantos pacientes que se sentaron en el mismo sillón que yo. Ahora trato de descifrar cuál era el secreto para que tanta gente venerara su ayuda y creo no desacertar si afirmo que no borraba su humanidad cuando te escuchaba, no era neutra, no era fría, no eludía una opinión si pensaba que con ella podía abrirte los ojos. Pude comprobar el cariño que se le profesaba el pasado septiembre cuando en una abarrotada librería Rafael Aberti presentó su última confesión, Lo que alcancé a contarte, el recuento de una juventud convulsa que comenzó su andadura con el amor ciego y fatal por un hombre que la arrastró al aborto del único embarazo del que disfrutaría. Michelena nos cuenta su vida sin rencor pero mirando de frente a sus penas: la de no haber tenido hijos, la de no ser abuela, la de quedarse sin pechos. La de morirse, porque aquella tarde emocionante la persona que tanto nos había cuidado se despidió con una valentía que nos hizo agitarnos de la risa al llanto contenido.

Creo que muchos supimos decirle a tiempo cuánto le agradecíamos su ayuda. Una mañana, acabando la sesión, le dije, nos vemos después del verano. No podrá ser, murmuró, me estoy muriendo. Hoy parece que sigue ahí, en su sillón, escuchando unas veces, respondiendo otras a tantas preguntas que le hice en torno a asuntos de los que yo andaba escribiendo, la prevalencia del trauma infantil a lo largo de la vida, los síntomas del abuso, las heridas que nunca cierran. Con mi habitual propensión a acercar al prójimo a mi terreno intenté sin éxito que me tuteara, pero la rectitud se imponía a su carácter afectuoso y me dijo que si comenzaba a tutearme yo no la iba a llamar cuando la necesitara. No podrá ser. Pero me queda su último mensaje: “Ni caso a quien no lo merece”.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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