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Columna
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Nos gustan psicópatas

Sam Bankman-Fried, el fundador de la plataforma de criptomonedas FTX, convenció a su círculo más cercano de que podían usar el dinero de sus clientes para invertirlo sin su consentimiento porque su habilidad mágica para multiplicarlo era garantía suficiente

El fundador de FTX, Sam Bankman-Fried, abandona el Palacio de Justicia de Estados Unidos en Nueva York, Estados Unidos, el pasado 23 de julio.
El fundador de FTX, Sam Bankman-Fried, abandona el Palacio de Justicia de Estados Unidos en Nueva York, Estados Unidos, el pasado 23 de julio.AMR ALFIKY (REUTERS)
Marta Peirano

Sam Bankman-Fried (SBF) me recuerda mucho a mi canción favorita de Nick Cave. Es la historia de un hombre que entra en el bar de O’Malley vibrando tan fuerte que, en un arrebato de narcisismo homicida, se cepilla a toda la congregación. Según va ejecutando a sus vecinos, hace comentarios petulantes sobre la manera, la emoción o las características de cada sujeto, sintiéndose guapo y gracioso, a medio camino entre Elvis y el ángel exterminador. Cuando llega la policía le queda sólo una bala. “Pensé seriamente en la muerte e hice exactamente lo que me pidieron”, observa. A partir de aquí hay un cambio de registro. Una “desposesión”. Cuando cuenta que le meten en el coche y lo sacan de la “terrible escena”, lo hace como si fuese una de las víctimas en lugar del perpetrador. Y canta: “Vi el bar de O’Malley, vi a la policía y empecé a contarme los dedos de la mano”. El asesino se había convertido en un pobre niñito. Exactamente como Sam.

El jurado escuchó a su círculo más cercano ―Gary Wang, Caroline Ellison y Nishad Singh― explicar cómo SBF les convenció de que podían usar el dinero de sus clientes para invertirlo sin su consentimiento porque su habilidad mágica para multiplicarlo era garantía suficiente. Es fácil de creer porque también convenció a bancos, fondos de inversión, congresistas y medios especializados de que era un rainman de los mercados financieros con un cerebro infalible para las cuestiones técnicas y económicas. En Going infinite, Michael Lewis lo describe haciendo, diciendo y comprando lo que le da la gana como un adolescente esquivo y caprichoso sin que su dejadez inquiete al club de fans, que incluye expresidentes de Estados Unidos y senadores a ambos lados de la grieta bipartidista. Al contrario: su rollo de genio autista mal socializado y peor vestido era parte de su estrategia para recibir atención mediática y recaudar financiación.

Esta actitud se proyectó claramente en la de sus futuras víctimas, que se autodeclaraban autistas con “manos de diamante” capaces de perder millones en una apuesta loca sólo porque YOLO y por los LOL, al menos durante el periodo de criptoeuforia entre Gamestop y el colapso de FTX. Su exnovia Caroline Ellison, CEO de Alameda, contó que Sam defendía hacer una apuesta a cara o cruz en la que cara fuese que el mundo fuese el doble de bueno y cruz su destrucción. Que haría esa apuesta cada vez, demostrando una flagrante incomprensión de los conceptos básicos de probabilidad y estadística pero sintiéndose guapo y gracioso, a medio camino entre Elvis y el ángel exterminador.

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Para el juicio, Sam se cortó el pelo, se puso un traje y declaró que no recordaba haber dicho, hecho o invertido nada en Alameda. Incluso dijo “depende de cómo se defina trading”, actualizando el hit clintoniano “Depende de lo que entendamos por la palabra sexo”. Como el protagonista de la canción de Nick Cave, nunca sabremos si sufrió un brote psicótico, una posesión diabólica o es un psicópata que, después de bañarse en la sangre de sus vecinos, decide fría y sensatamente hacerse el gagá. El verdadero problema es que otro gañán con evidente déficit de empatía y complejo de salvador pueda hacer tanto daño y llegar tan lejos con el dinero de otros. Un problema cuyos síntomas son gente como Sam Bankman Fried, Elizabeth Holmes, Sam Altman o Elon Musk.

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