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TRIBUNA
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El día después de la amnistía

Resulta inadmisible que quienes rompieron la norma, escamotearon el debate y conculcaron los derechos de la mayoría en 2017 en Cataluña traten de imponer ahora las condiciones para una negociación que aspira a devolverlos a la realidad

Tribuna Fradera 04/10/23
NICOLÁS AZNÁREZ
Josep Maria Fradera

La conveniencia de recurrir a medidas de gracia con relación a los procesados por delitos políticos el año 2017, cuando una parte del espectro político catalán se decantó por una acción al margen del marco constitucional y estatutario —el llamado procés—, no puede aislarse de un conjunto de consideraciones más amplias. Parece claro que medidas de gracia de gran calado, una amnistía pongamos por caso, aquella que se reclama desde medios independentistas y que se considera en círculos gubernamentales, es viable en los márgenes de la Constitución española. Si no fuese así, el debate sobre el asunto no tendría relevancia alguna, excepto en el supuesto de una reforma de la Constitución, que no se plantea. Su posibilidad dependerá de algo distinto, de los motivos y la oportunidad de la misma, algo que escapa de la estricta discusión jurídica pero que deberá figurar explícita y motivadamente en el preámbulo de la medida que se tome. Es en este punto, menos explorado, donde debe situarse el eje de la discusión. Con la mayor brevedad: un preámbulo de motivaciones que justifiquen una medida de tanta trascendencia es obvio que no puede satisfacer a todo el mundo, y no estoy pensando ahora mismo en adscripciones políticas particulares. La gravedad del asunto, solo comparable a algunos momentos de las negociaciones con la ETA vasca, impide avanzar en la dirección que sea al margen del debate público en una sociedad civil lo bastante madura para saber que se haga lo que haga no se hundirá el mundo.

El ejercicio de la gracia, sea en la forma que sea, amnistía incluida, no tiene otro sentido que contribuir a abrir una situación nueva. Es la democracia española, con los sólidos cimientos que le proporcionó la amnistía de 1977 y rubricó después su capacidad para sostener el embate del terrorismo separatista vasco y del terrorismo de Estado en mala hora concebido, la que puede permitirse conceder medidas de gracia sobre determinados supuestos, como pudo conceder unos indultos, y podría concederlos de nuevo en el marco selectivo al que obliga la Constitución. Las exigencias desde fuera de este marco normativo y moral están de más. Es en este punto donde la posición del independentismo señala de nuevo sus límites, los que le impone una argumentación sostenida por un nacionalismo radicalizado antes que por el respeto a las normas de convivencia democrática y al marco constitucional que las regula. Esta apreciación mía no deriva de un argumento intelectual, muy propio del gremio profesional al que pertenezco (el de los historiadores) que se ha visto obligado a ocuparse una y otra vez de la cuestión del nacionalismo como fenómeno mundial en el siglo XX y el actual. Difícilmente podría ser de otra manera. En las circunstancias actuales conviene, sin embargo, tocar con los pies en el suelo y tratar de describir la situación que se plantea del modo más concreto posible.

Los sucesos de 2017 —las conocidas como leyes de desconexión, el mal llamado referéndum que de ellas se derivó y mientras tanto la desaforada retórica independentista que acompañó lo uno y lo otro— significaron la imposición de una parte ni siquiera mayoritaria de la sociedad catalana sobre el resto, de una ensoñación que perturbó profundamente la vida civil y quebró la convivencia, y eso es algo que entristece recordarlo una vez más. En aquel momento desolador y oscuro, diputados en el Parlament como Joan Coscubiela y otros mantuvieron con firmeza la dignidad de la mayoría de sus compatriotas. Episodios de aquel orden autoritario continuaron produciéndose en momentos posteriores. Recordar aquellos momentos no resulta agradable, porque no lo es constatar la fragilidad de una sociedad educada a lo largo de más de dos décadas en un nacionalismo de la desconfianza y el resentimiento. El resultado no fue una lección de democracia y de respeto a la minoría, más bien lo contrario. Por esta razón resulta chocante e inadmisible que los protagonistas en romper la norma, en escamotear el debate cívico, en conculcar los derechos de la mayoría discrepante, en monopolizar hasta el abuso los medios de comunicación públicos, traten ahora de imponer las condiciones para una negociación que aspira a devolverlos al terreno de la realidad. Lo es también que los responsables del Gobierno central incapacitado en todos los sentidos para responder entonces a aquel desafío trate hoy de sacar pecho por obvias razones de oportunidad política. Volviendo al asunto central, cómo es posible que el mundo independentista en retroceso no perciba que no son ellos los que pueden imponer las condiciones del día después de un perdón general otorgado por el Gobierno de la nación. El futuro de Cataluña no puede ser decidido más que por un Parlamento de Cataluña donde estemos todos representados, respetando las reglas del juego y garantizando los derechos de mayorías y minorías. Cómo es posible que se puedan exigir referéndums o derechos de autodeterminación sin mayorías, sin normas, sin debate cívico y parlamentario, como algo fijado de antemano por un ignoto mandato de la historia, que pretendan repetir una operación que tuvo tantos costes para ellos y para los demás, que dividió sin contemplaciones a una sociedad a la pretenden representar a empujones.

Una medida de gracia es una concesión desde arriba, por la única instancia que puede hacerlo. Quien la solicita no puede en modo alguno imponer las condiciones del día después. Pero esta no es la única cuestión que llama la atención y clama al cielo. Si algo no puede pretender el independentismo es imponer al conjunto de la sociedad catalana opciones que son de parte. Son las instituciones catalanas que nos representan a todos las únicas que podrán en el futuro decidir sobre los destinos del país. Es esta una cuestión realmente de fondo en un mundo donde la práctica y la idea de soberanía se está viendo sistemáticamente alterada por la reorganización del poder, la economía y las migraciones en el mundo. Los acontecimientos de 2017 no fueron de ninguna manera un ejemplo de democracia y respeto al adversario. Reclamar ahora un programa político obsoleto y perdedor para el día después de un perdón motivado es la demostración más patente del desprecio por las normas que impone vivir en un marco democrático, aquel que les permite reclamar medidas de gracia que les reintroducirán en la lucha política en la que la inmensa mayoría quiere vivir y el marco donde se resuelven de manera civilizada los problemas con los que se enfrentan todas las sociedades complejas. El problema que la amnistía o un indulto selectivo pretende resolver no se refiere a un siempre igual a sí mismo conflicto entre Cataluña y España sino, sobre todo, a los problemas entre dos partes de la sociedad catalana. El error de apreciación del mundo del independentismo de pasar por encima de una de ellas para imponer sus objetivos políticos sin deliberación ni reglas ni garantías democráticas, señala las limitaciones de un entramado ideológico y social desorientado. Por esta razón, la visión democrática de hoy y para el día después debe expresarse con claridad en el preámbulo de una amnistía o de cualquier medida de gracia que debe concederse porque demarcará con precisión quién está a cada lado de la divisoria inaceptable del año 2017, porque es abuso patente tratar de imponer determinadas soluciones políticas para el día después al margen del resto de compatriotas. Una medida de este estilo tomada con el mayor consenso posible reforzará sin duda la posición de la mayoría cierta de catalanes que prefiere dialogar y negociar sobre lo que haga falta con el resto de españoles y en Europa antes que luchar con fantasmas y levantar castillos en la arena.

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