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TRIBUNA
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Gracia y justicia

El indulto no tiene sentido en el caso de Puigdemont, fugado y cabeza de un Consell que aún propugna la violación unilateral de la Constitución. Por eso pretende una amnistía políticamente imposible en su situación

Gracia y justicia. Tomás de la Quadra-Salcedo
NICOLÁS AZNÁREZ
Tomás de la Quadra-Salcedo

La ley sobre la gracia de indulto (LGI) de 1870, que con escasas modificaciones sigue vigente hoy en España después de más de 150 años, es inequívoca en la nítida separación que, a efectos del indulto, establece entre los delitos contra el orden constitucional y el orden público —rebelión, sedición, atentados, desacatos e insultos contra la autoridad y sus agentes, y desórdenes públicos— y el resto de los delitos. Para estos últimos delitos —a veces denominados comunes— son necesarias tres cosas para poder indultar (art. 2 de la LGI): que la persona esté previamente condenada por sentencia firme; que esté a disposición del tribunal sentenciador (no cabía para fugados o huidos) y que el condenado no sea reincidente.

Pues bien, esas tres exigencias no rigen o se excepcionan —por expresa previsión del art. 3 de la ley para los delitos contra el orden constitucional y el orden público, que reciben un tratamiento singular y diferenciado. Diferencia que se acentúa en dicha ley al prescindir en los citados delitos (rebelión, sedición, etcétera) del informe del tribunal sentenciador (art. 29) cuando se trate de la conmutación o sustitución de la pena impuesta por otra distinta.

La ley de 1870 recogió la práctica del indulto seguida de modo constante y reiterado, muy especialmente en relación con los delitos contra el orden constitucional y el orden público, durante el reinado de Isabel II. El ejercicio de la gracia ha tenido muchas finalidades y respondido a distintas causas, como ya notara Alfonso X el Sabio al hablar de los bienes que del ejercicio de perdón pueden derivarse para el país (“la tierra”), considerando las finalidades y distinguiendo entre las causas (misericordia, merced o gracia) de tal ejercicio (Partida Séptima, tit. 32, Ley I y III).

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Esa diferencia de trato según el tipo de delitos —avalada por la práctica y por las normas desde principios de nuestro constitucionalismo en el XIX— es perfectamente lógica, pues tiene que ver tanto con los efectos que el indulto produzca en el indultado como, muy especialmente, con los que produce o puede producir en el medio social en el que se desarrolló la conducta penada.

Las medidas de gracia en tiempos de Rosón, incluso a condenados de ETA, fueron aceptadas sin discrepancia por todos por la finalidad que tenían. Lamentablemente esa unanimidad hace tiempo que se perdió en asuntos de Estado.

Razones de Estado en la diferencia de trato con los delitos contra el orden constitucional y el orden público explican los indultos del procés del Gobierno del presidente Sánchez a sus principales responsables. Aparte del efecto inmediato sobre los indultados, su importancia reside, sobre todo, en los constatados efectos que ha tenido en la distensión en una sociedad enfrentada y dividida, así como también en los cambios de preferencias de los catalanes puestas de manifiesto en encuestas y en resultados electorales.

No resulta fácil comprender cómo una práctica avalada por la ley y por la historia en materia de indultos ha podido quedar degradada y transformada en una batalla de reproches sobre la base de juicios de intenciones que prescinden del sentido profundo que tienen las instituciones. Criticas que pretenden enfrentar el poder ejecutivo con el judicial como si los indultos fueran una falta de respeto a las sentencias del poder judicial y una violación de la separación de poderes. El tradicional nombre del Ministerio de Justicia —de Gracia y Justicia— expresaba bien la diferencia de conceptos y momentos que algunos parecen haber olvidado en un lado del espectro y que prueba que una cosa es la justicia y otra la gracia.

También se alienta tal enfrentamiento desde otras posiciones con el empleo de la difícilmente soportable levedad de la expresión “judicialización de la política” con la que algunos parecen referirse a las pasadas sentencias del procés o a las futuras que, conectadas con el mismo, puedan todavía dictarse. Con esa expresión se puede inducir a creer que los tribunales han hecho algo que no les correspondía. Los indultos que se han dado (y los que eventualmente puedan darse en el futuro) no ponen en lo más mínimo en cuestión las sentencias dictadas, impecables en el fondo, en la forma y en el proceso; sentencias que aplicaron ponderadamente las leyes con las que los representantes del pueblo (no los políticos) quisieron que se castigaran determinadas conductas con penas cuya gravedad conocían quienes incurrieron a sabiendas en esas conductas. La lectura de los reales decretos de indulto pone de manifiesto ese exquisito respeto a las sentencias y cómo los indultos responden a razones que en nada afectan a la lógica y justicia misma de las sentencias.

La singularidad legal del indulto por cualquier delito contra el orden constitucional y el orden público no puede ser puesta en cuestión por ningún partido de Estado que pretenda tener responsabilidades de gobierno en España, modificando o derogando la ley o el margen de apreciación que al Gobierno le corresponde o entregarlo a los tribunales. La posición de estos en la actual ley les da las importantes funciones que han de tener, pero cuando de lo que se trata es de valorar la conveniencia pública o el interés nacional y político derivado de determinadas medidas de gracia relacionadas con dicho tipo de delitos, cualquier tribunal sabe que desbordaría la esencia del poder judicial ser él mismo quien revisara decisiones si no presentan elementos asequibles al derecho, pues son pura política.

Desde esta comprensión de la institución del indulto cobran actualidad últimamente, aunque se tienen bien presentes desde hace casi un año, las consecuencias penales que, para funcionarios y segundos o terceros niveles de la Administración autonómica de Cataluña e incluso para ciudadanos comunes, tendrán los procesos pendientes de celebrar por hechos derivados del procés o relacionados de alguna forma con él. Procesos que afectan a cientos de personas e indirectamente (familiares, amigos, etcétera) a varios miles.

Que los máximos responsables del procés (con excepción de Puigdemont y pocos más) hayan sido ya juzgados e indultados de una parte muy sustancial de sus penas, nos llevaría al absurdo de que ellos se hayan beneficiado del indulto y que personas con mucha menos responsabilidad tuvieran que cumplir, ellas sí, la totalidad de sus eventuales condenas. Cualquier Gobierno en el futuro, sea del color que sea, deberá tener en cuenta la necesidad de poner remedio a esa situación —que afecta a ciudadanos, a funcionarios y a segundos y terceros niveles de gobierno— con el fin de culminar los efectos que se pretendieron con el indulto a los máximos responsables. Para lograrlo bastarían las medidas de gracia de la LGI, pudiendo explorar la exclusión por su art. 3 de la exigencia de previa de condena firme o las posibilidades de medidas de conmutación de penas del art. 29.

Pero el indulto no tiene sentido en la situación de Puigdemont, máximo responsable de todo, fugado de la justicia y cabeza de un Consell per la República que sigue actualizando su declaración de independencia, negando la Constitución misma y propugnando su violación unilateral. Por eso pretende una amnistía que políticamente tampoco es posible en su situación actual —dejando aparte si encaja en la Constitución— pues no responde a la causa, finalidad y significado de la amnistía en una democracia avanzada del siglo XXI.

La amnistía de octubre de 1977 fue una necesidad derivada de que la democracia en España no podía reconocerse con parte de los españoles —y una buena parte de sus flamantes diputados electos— con antecedentes penales por condenas por haber ejercido derechos fundamentales dictadas por tribunales civiles o militares, ajenos a exigencias mínimas del principio de separación de poderes. La amnistía supuso la pública proclamación de la injusticia e ilegitimidad de esas condenas y de esa misma dictadura.

Las amnistías suelen conllevar así juicios varios sobre el pasado. Juicios negativos sobre el sistema político bajo el que se impusieron las condenas; también en ocasiones juicios positivos sobre las causas o motivaciones de quienes cometieron determinados hechos que podían ser constitutivos de delito, pero que al reconocer la supuesta legitimidad de los motivos de quienes los cometieron podrían llevar a la amnistía y al olvido. El abrazo de Vergara en el XIX determinó que lo que pareció al principio una rebelión y levantamiento de un ejército no tuviera al final consecuencia penal alguna a partir de una explicación sobre la supuesta nobleza de la finalidad y causas de sus actos (que solo respondería a la defensa de los fueros y no a la sucesión monárquica con vuelta del absolutismo, como explicó Olózoga en las Cortes).

De eso parece tratarse con la propuesta que se hace desde el independentismo; de construir un relato que fundamente la amnistía en la bondad o en los derechos que los condenados pretenderían que justificaban sus acciones: el derecho a la autodeterminación de Cataluña. Inexistente derecho, supuestamente no respetado por el Estado, que les habría llevado a incurrir en el Código Penal con su conducta y con violación de su propio Estatuto y Constitución, acabando con la democracia que tenían que cuidar con los hechos del 6 y 7 de septiembre de 2017 y los posteriores de octubre llevando a la sociedad al enfrentamiento civil abusando de las instituciones. La amnistía reclamada pretende legitimar todo eso y que el Estado se eche la responsabilidad de todos los actos de los amnistiados sobre sí mismo y sobre sus leyes y poderes (entre ellas el poder judicial, que habría “judicializado” los “conflictos políticos”) y , con ello, deslegitime su posición y sus fundamentos políticos para el futuro.

Ese planteamiento imposibilita la investidura de cualquier representante de un partido de Estado, como el PSOE, que no puede aceptar esos términos, pese a que haya demostrado que está dispuesto a emplear las vías legales razonables, incluido el indulto, para buscar solución a los problemas de solo una parte de la sociedad catalana. El porqué de esta propuesta del independentismo, inaceptable políticamente, puede deberse tal vez a la conciencia de sus proponentes de que, aunque medidas de gracia ordinarias (indultos) por hechos relacionados por el procés puedan alcanzar a ciudadanos, funcionarios o segundos y terceros niveles de gobierno, es muy difícil que puedan alcanzar en la actualidad al máximo responsable —Puigdemont— y por eso invocan la amnistía. Si esa fuera la razón, arriesgan nuevas elecciones y toman en cierto modo como rehenes al resto de las personas —pendientes de juicio o juzgados y cumpliendo condenas por hechos relacionados por el procés—, relegando las medidas de gracia que, a ellas sí, podrían alcanzar para beneficiar al máximo responsable. Gracia para todos o para ninguno, vendrían a decir.

Distintas son las objeciones jurídico-constitucionales que algunos suscitan. Que la Constitución no mencione expresamente la amnistía no supone ningún obstáculo para su concesión (en el ámbito fiscal con trascendencia penal se han concedido), como en otros momentos de nuestra historia bajo la genérica figura del derecho de gracia. Amnistía e indulto son dos especies de un único género: el derecho de gracia. Y este sí se recoge en la Constitución para entregar a la ley su concesión cuando en el artículo 62 atribuye al Rey “el derecho de gracia, con arreglo a la ley”.

La ley es la que determinará el alcance y supuestos del genérico “derecho de gracia”, al que no ha puesto en la Constitución otro límite que la prohibición de los indultos generales —subespecie de los indultos— que en nada afecta a la amnistía. Impreciso concepto el de indultos generales empleado de forma diversa en la historia. Indultos generales que, además, dejarían de ser generales si se individualizan y nominan sus beneficiarios o los concretos y singulares hechos que se indultan. Solo deberían conceptuarse indultos generales los referidos genéricamente a todos (delitos y autores) que no respondan ni a política criminal o razones de conveniencia pública concreta y singular alguna, sino a efemérides diversas a veces invocadas (coronaciones, años jacobeos, pontificados,...).

La amnistía es una de las especies del derecho de gracia de nuestra tradición constitucional, recogida en el artículo 9.1 del acta adicional de 1856 a la Constitución de 1845, que imponía al rey una ley de Cortes “para conceder indultos generales y amnistías” y con igual fórmula el artículo 74.5 de la Constitución de 1869. La Constitución de la II República dispuso (art. 102) que “las amnistías solo podrán ser acordadas por el Parlamento”, disponiendo a continuación que “no se concederán indultos generales”. Amnistía e indulto son pues especies distintas de la gracia en nuestra tradición constitucional.

La Constitución no proscribe la amnistía, pues entrega a la ley su regulación como uno de los supuestos del “derecho de gracia”, lo que no exime de reflexionar sobre sus eventuales límites constitucionales. Ejecutar lo juzgado por el poder judicial no es obstáculo para la amnistía, como tampoco para el indulto, pues forman parte ambos del derecho de gracia previsto en la Constitución, que se mueve en otro ámbito distinto del poder judicial, como subrayaba la distinción tradicional entre gracia y justicia.

La igualdad ante la ley tampoco impide la amnistía, pues la finalidad de esta es la que determina la peculiaridad de cada situación que imposibilita que los condenados por otros delitos puedan reclamar, desde un supuesto derecho a la igualdad, la aplicación de la gracia: el interés general al que sirve la gracia solo se da en determinadas situaciones y delitos que solo a la política corresponde discernir.

Finalmente, la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 de la Constitución) sí abriría, junto al eventual control de su causa —cambio de régimen político o surgimiento de causas legitimantes de conductas (como que hayan dejado completamente tales conductas de ser delito, pues nunca debieron serlo)—, el difícil control de su finalidad (en cuanto hubiera alguna de interés público plausible, aunque se pueda dudar de su eficacia o conveniencia), que el Tribunal Constitucional podría objetar, sin menoscabo del juicio final de las urnas.

Son argumentos políticos los que hacen, sobre todo, inviable una amnistía que ningún candidato puede aceptar con el significado que pretende dársele y menos como condición para apoyar una investidura.

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