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Columna
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Pasión inútil

Se ha insistido mucho en la necesidad de que Sánchez sepa explicar adecuadamente cuáles son las concesiones a los independentistas. Lo que tiende a ignorarse, sin embargo, es que las emociones son inmunes a la argumentación

Bancada del PP aplaude al líder del PP y candidato a la presidencia del Gobierno, Alberto Núñez Feijóo (d), durante la segunda votación de la investidura del líder del PP, en el Congreso de los Diputados, el pasado viernes, en Madrid.
Bancada del PP aplaude al líder del PP y candidato a la presidencia del Gobierno, Alberto Núñez Feijóo (d), durante la segunda votación de la investidura del líder del PP, en el Congreso de los Diputados, el pasado viernes, en Madrid.Eduardo Parra (Europa Press)
Fernando Vallespín

La política española está en tiempo muerto. Y, sin embargo, nunca se han movido tanto sus actores. El trajín es extraordinario. Pero tanta energía consumida sigue sin llevarnos a ninguna parte. Es lo que tienen las elecciones inconclusas. O aquellas en las que los dos grandes creen haberlas ganado. Uno de ellos ya sabe que ha perdido, aunque nos ha costado tres meses verificarlo; el otro todavía tiene que demostrar que es el vencedor. Volvemos al punto de partida.

Esta semana pasada ha servido al menos para que entendamos la porfía de Feijóo en jugar la carta de la investidura cuando no le salían los números. Tras su intervención en el Congreso ha conseguido afirmarse como el líder del partido y colocarse en mejores condiciones de cara a unas todavía hipotéticas nuevas elecciones generales. Y, hay que reconocérselo, ha demostrado ser mejor parlamentario de lo que muchos pensábamos. La parte mala es que no ha conseguido resolver el problema que atenaza a su partido, la relación con Vox. Mientras no dilucide esa cuestión existencial seguirá en suspenso su salto hacia una mayoría gobernante. Tampoco puede hacerlo como debería, porque una buena parte de los dirigentes y opinadores de la derecha siguen sin ver por qué Vox es un problema. Y este es precisamente el problema.

En el otro lado, todo se juega en Cataluña; en sus partidos independentistas, más bien, cuya competencia entre ellos les impide renunciar a los maximalismos. Las disyuntivas de Sánchez a este respecto las conocemos de sobra. Está sujeto en su capacidad de acción a límites constitucionales irrenunciables, pero también a otros constreñimientos no menores, como el peligro de una reactivación del nacionalismo español, que potencialmente podría debilitar al PSOE de cara a su futuro electoral. Las finas hilaturas estratégicas se disuelven como un azucarillo cuando se enfrentan a la emocionalidad identitaria. Esta no es exclusiva del País Vasco o Cataluña, el resto también la tiene. Se ha insistido mucho en la necesidad de que el presidente en funciones sepa explicar adecuadamente cuáles son las concesiones a los independentistas, que consiga enhebrar el relato adecuado. Lo que tiende a ignorarse, sin embargo, es que las emociones son inmunes a la argumentación, se presentan como incuestionables; frente a ellas no cabe aportar razones, son irrebatibles.

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A la parálisis institucional se une, por tanto, una perspectiva de sacudidas emocionales. Se ha reabierto la herida del procés y no va a ser nada fácil suturarla de nuevo. Sobre todo, porque no se atisba en el horizonte la más mínima salida de las derivas autodestructivas en las que ha venido cayendo la política española. Ha vuelto a sacar a la luz nuestras muchas fracturas y la ya casi irreversible polarización entre bloques, salpicada a su vez por sus muchas divisiones internas ―entre PP y Vox, entre Sumar y Podemos, entre ERC y Junts, entre PNV y Bildu―. Y como lo único que es capaz de dotarlos de cohesión interna es el enfrentamiento visceral con el bloque de enfrente, estamos condenados a reproducir esta situación ad infinitum. Con un añadido importante: hasta ahora creo que la mayoría de la población estaba considerablemente menos polarizada que nuestros dirigentes.

Ahora empiezo a dudarlo, hay un evidente trickle-down effect, una lluvia fina que desde el sistema político empieza a empapar a la gente. Lo más irónico del caso es que no paramos de correr y de apasionarnos para seguir en el mismo lugar. Si el desgarro mayor viene de la(s) cuestión(es) nacional(es), y si esta aparece ya bien conformada en la Constitución, toda alteración sustancial del statu quo pasa por su revisión. Pero para esto hacen falta consensos que hoy por hoy son imposibles de conseguir. Salvada la cuestión de las lenguas, tanta pasión para nada.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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