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Columna
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Biología para ingenieros

La física y la ingeniería se basan cada vez más en imitar a los seres vivos para avanzar en la tecnología

EXTRA PAIS VASCO 21/05/23
Vithun Khamsong (GETTY IMAGES)
Javier Sampedro

Imagina algo parecido a ChatGPT y elévalo al cubo. Luego añádele otros mecanismos que no se basen en engullir millones de textos e imágenes etiquetadas a lo bestia, sino en las reglas de la lógica sistematizadas desde Aristóteles hasta Kurt Gödel pasando por Bertrand Russell. Súmale la forma de pensar de un genio matemático como Emmy Noether y dos biólogas visionarias como Barbara McClintock y Lynn Margulis, y de todos los demás premios Nobel que quieras. Con mucha suerte, habrás obtenido una inteligencia artificial capaz de razonar, planear y resolver problemas. Ponle emociones y la capacidad de sufrir y disfrutar de la vida y tendrás el robot que dibujó este miércoles El Roto, que decía azorado: “Para obtener el carnet de robot me exigen un curso de humanidades”. Bienvenida al mundo, máquina.

¿Qué más podemos ponerle a nuestro gólem de altísima tecnología? Oh sí, vendría bien que se autoorganizara a partir de un minúsculo plano que se pueda empaquetar en una milésima de milímetro. Sin ingenieros ni técnicos que dirigieran el proceso. Sin ningún control central. Habrá que esperar décadas y siglos para que logremos ese prodigio tecnológico, ¿no es cierto? Pero espera, no, no, eso ya existe desde hace mucho. Lo llamamos cerebro humano.

Generaciones de físicos e ingenieros han caído víctimas de un mito persistente que podríamos remontar a Ernest Rutherford y su famosa ocurrencia: “Toda ciencia es física o coleccionismo de sellos”. Con una sorna no exenta de gracia, quiere decir que los principios generales, las verdaderas leyes de la naturaleza, pertenecen a la escala de los átomos y más abajo, donde el mundo se deja reducir a unas pocas ecuaciones simples y de gran poder predictivo. Cuando uno salta de ahí a los seres vivos, la cosa se enturbia de forma miserable y los científicos, o aspirantes a serlo, tienen que limitarse a elaborar catálogos —colecciones de sellos— que no se avienen a la lógica ni al pensamiento abarcador. Son meras listas de cosas, como una guía de teléfonos, y tan inútiles como ella para entender el mundo.

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Hay otro tipo de físicos e ingenieros que, por fortuna, no se han tomado en serio la boutade de Rutherford, han percibido con toda claridad que los seres vivos están repletos de buenas ideas y excelentes soluciones a los problemas que nos plantea la dura realidad de ahí fuera —la realidad física— y se han propuesto entenderlas a fondo para copiarlas en nuestra tecnología. Esta ingeniería inspirada en la biología, llamada a veces biomimesis o biomimetismo, ha producido ya notables aplicaciones. Los desarrolladores de fármacos utilizan células vivas o enzimas (catalizadores biológicos) para diseñar y manufacturar vacunas y medicamentos que salvan millones de vidas. Los biólogos sintéticos modifican los genes de las células para luchar contra el cáncer o mejorar la alimentación humana. El mismísimo proceso de la evolución que nos ha creado se puede domesticar para ponerlo al servicio de la salud y de la industria. El Instituto Wyss de la Universidad de Harvard se dedica exclusivamente a generar innovaciones rompedoras inspiradas en la naturaleza. Por escandaloso que parezca, se puede sostener que el futuro de la tecnología es la biología. No está mal para una ciencia que empezó como coleccionismo de sellos.

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