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TRIBUNA
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El riesgo de Puigdemont

Cualquier paso que favoreciese a la coalición ‘de facto’ PP-Vox en la Mesa del Congreso o en la investidura sería seguramente penalizado por el electorado catalán y alejaría más a los ‘indepes’ radicales de la centralidad

El riesgo de Puigdemont. Xavier Vidal-Folch
ENRIQUE FLORES
Xavier Vidal-Folch

Todos tenemos una cosa clara, así que no hay que insistir demasiado. Pedro Sánchez corre el riesgo de no ser investido. Él, y la continuidad renovada de su proyecto. Y más aún lo corre Alberto Núñez Feijóo, pues su bloque azul-negro goza de entrada de menores expectativas.

Todos enfatizamos el paradójico rol crucial que en esta ocasión puede desempeñar el líder indepe trasterrado Carles Puigdemont, la aritmética canta (Junts ha perdido el 62% de los votos de CiU en 2011, pero incide en la investidura más que nunca). Y ya desde hoy, cuando se dirime la composición de la Mesa del Congreso, primera piedra de sí misma. Y de la investidura.

El hombre de Waterloo puede facilitar presidencias progresistas (de la Cámara, del Gobierno) o un vuelco reaccionario, sí. Pero se recuerda poco que al propiciar una u otra salida incurre en un gran riesgo.

Un riesgo de fondo, que parte de la posible confusión entre la elección de los diputados y el ejercicio de su función una vez en posesión de su acta. Los parlamentarios se eligen por listas ideológico-políticas. Pero una vez electos representan a todos los ciudadanos, independientemente de la lista por la que salieron. O, más exactamente, componen un cuerpo institucional que se debe íntegramente a todos los votantes: un diputado separatista sirve a los electores ultracentralistas extremos, y a la inversa. Su mandante es el mismo soberano.

Eso explica que el desempeño de un mismo político antes y después de la elección pueda diferir —aunque mejor si no se contradice—, pues antes era asunto privativo de sus seguidores y después, inversión también de sus contrarios. El antes plasma lo que quiere; el después, lo que puede.

Esta disquisición es útil en tiempos de griterío y polarización, porque prima lo institucional sobre lo particular. Pero lo es mucho más hoy, y tratándose de políticos (catalanes, aunque no solo) que se reclaman nacionalistas: que no reconocen soberanías de más amplio espectro, como no veneran las supranacionalidades. Si uno aspira a representar a su nació debe ante todo acreditar que en ella caben todos sus connacionales, idea que tiende hoy a prosperar entre los nacionalismos vascos. Y no solo cabe una parte (ahora declinante), lo que ha sido emblema durante años en el imaginario processista catalán. El mundo al revés de lo que solía parecer.

Si el 23-J el plebiscito contra el sanchismo fracasó, en Cataluña se hundió. Otra vez, como en la guerra del francés o en el refrendo de la Constitución de 1978, se ha registrado lo que Pierre Vilar llamó “unanimismo”. En este caso, la residualización de la derecha y la ultraderecha de ámbito español: no es solo un descabalgamiento, sino la expresión de un rechazo frontal, contundente, colosal. Y ese derrumbe, político pero también moral, se ha producido no gracias al empuje del independentismo, sino precisamente por su retroceso.

Eso implica algo que todos los vectores del desunido universo secesionista deben grabar en oro: cualquier paso que suponga favorecer a la coalición de facto PP-Vox, o a investir a su candidato, sería seguramente penalizado por el electorado catalán. Ese es el contenido material del riesgo en que incurre ahora mismo Junts. Para su infortunio intelectual, el paradigma que revisitó en la campaña, según el que el voto al PP y al PSOE son iguales desde una óptica catalana, naufragó. Los votos al PSC (1,2 millones) no solo superaron a los tres fragmentados partidos independentistas, incluida la CUP (no llegaron a 960.000), sino que abrasaron a Junts, triplicándole.

De eso no se infiere, obviamente, que alguien tenga que renunciar a su propio partido, sino que los diputados indepes electos deberían tener en cuenta las consecuencias políticas de esos datos, y no solo por su propio interés (la supervivencia). Y pues, que también el “mandato” democrático del Congreso al que concurren (¡ay! de la nostalgia del mandat secesionista que invocaron ateniéndose a los pseudoreferendos) aconsejaría modular sus aspiraciones propias. Forman ya parte de un cuerpo político, el Parlamento español, en el que pueden tanto defender sus posiciones como deben tomar en consideración al resto de votantes. Sobre todo a los ciudadanos catalanes —a los que prometen defender—, y más aún si se han manifestado diáfana y concluyentemente en las urnas.

Algunos quizá relativicen ese riesgo de un futuro residual. Les valdría el argumento de que la política actual es de fast food, como denunciaba Jacques Delors, cualquier logro dura un minuto, cualquier revés, dos. Pero esa ley rige menos en Cataluña, donde somos más bien rumiantes. Aún discutimos sobre la guerra de Sucesión y la derrota austracista de 1714 como si fueran de hoy. Y la memoria de los excesos policiales del 1-O de 2017 sigue enconando posiciones. Un plantón a la catalanidad en forma de obstáculo al amplísimo interés catalán que abandera una alianza liberal-progresista de investidura perjudicaría durante tiempo a Junts. Cierto que barrió el paso a una alianza local múltiple contra los ultras en Ripoll, pero esto va de otra dimensión.

Además de ese autoperjuicio existencial, podría tener que afrontar otros riesgos adicionales. Como la pérdida de centralidad en el tablero negociador, al equiparar de hecho a Vox con los progresistas. Y su orfandad institucional, pues no encabeza ninguna instancia supramunicipal. Formar parte tanto del bloque de una Mesa del Congreso (mejor si pudiese y quisiera presidirla un diputado del PNV, lo que centraría al Gobierno, ampliaría su perímetro, disiparía la sensación de patrimonialismo y ahuyentaría a los cazamoderados de la reacción) como de una alianza de investidura, ambas de progreso, le otorgaría mayor potencia, palanca, poder.

También por eso es desafortunado el lapsus linguae de Puigdemont al comparar, traicionando el subconsciente, la configuración de la Mesa con una subasta. Primero, porque subastas las hay de todo tipo. Por ejemplo, “a la holandesa”, de modo que empiezan con un precio alto para reducirlo a gran velocidad hasta que surge un comprador que lo case, el método tradicional de la cofradía de pescadores en la subhasta del peix de Llançà. Segundo, porque esa calificación erosiona el sentido institucional que todos han de priorizar a la hora de abordar las cuestiones institucionales de la democracia. Y tercero, porque introduce confusiones entre la elección de la Mesa y la investidura presidencial. Por supuesto que aquella constituye un prólogo político y supone un peldaño en la orientación de esta. Pero en una se fragua el estilo de gobernanza de la soberanía, compete a todos. Y en otra, la de su gestión y ejecución, corresponde al conjunto que alcance la mayoría.

Por eso mismo, la carta de navegar de cada partido para la Mesa y para la investidura, sin ser contradictorias, conviene que no sean exactas. La de la Mesa debe corresponderse más con el procedimiento de la legislatura: sería mejor que abordase cuestiones de método, por ejemplo, un acuerdo sobre la frecuencia de encuentros de la mesa de diálogo, mensual, o trimestral, o al cumplimentarse ciertas bases. Y la de la investidura, enfocarla a cuestiones más de fondo (política penal y penitenciaria de los afectados por las causas del procés, revisión del encaje estatutario actual). Que pavimentasen el camino hacia un auténtico pacto de legislatura con mandatos abiertos pero concretos, que aislasen a la Cámara de cualquier minucia coyuntural y facilitasen una estabilidad gubernamental menos ruidosa y sincopada que la anterior.

Ahí están interesados todos (menos dos). Quizá el candidato socialista tenga que realizar concesiones para encumbrarse (que también), pero a todos menos a los azul-negros les resulta imperioso sortear el mandato de estos. ¿A qué amnistía, indulto o cortesía aspiraría la cúpula de Junts sobre la firma de Feijóos, Abascales o Ayusos? Urge argumentarlo.

Así que o la secuencia progresista, o un circo de polizones, o el drama de la cacofonía, o el fantasma autoritario que pretende sojuzgar a Cataluña, a España, a Europa.

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