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Las otras vidas
Tribuna
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La última noche de Martin Luther King

Hay que tener mucho cuidado con sentirnos superiores a personas que sufrieron mucho más que nosotros y que lograron con su esfuerzo y su heroísmo, que haya algo menos de injusticia y crueldad en este mundo

Martin Luther King
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

Lo último que hizo Martin Luther King en esta vida fue pedir una canción. Apoyado en la baranda de su habitación en el Lorraine Motel, en Memphis, llamó a su amigo, el saxofonista Ben Branch, que estaba en el aparcamiento, esperando con otros amigos a que King bajara. Branch iba a tocar esa noche en un acto de apoyo a la huelga de los trabajadores de la limpieza. Con su voz sonora de predicador, King le pidió que tocara esa noche su negro spiritual preferido, Take my Hand, Precious Lord. Mahalia Jackson lo había cantado muchas veces para él. King llevaba su traje oscuro y formal de siempre. Alguien le dijo que se pusiera encima un abrigo. En el momento en que King se volvía para entrar en la habitación sonó un disparo, uno solo. De pronto King estaba en el suelo del balcón, encogido, de costado, desangrándose copiosamente por la herida que le desgarraba la mandíbula y el cuello. Cuando su amigo Ralph Abernathy se arrodilló junto a él, tenía los ojos muy abiertos pero ya había perdido el conocimiento.

He leído una vez más esos pormenores en una nueva biografía de King que acaba de publicarse, muy bien investigada y bien escrita por Jonathan Eig, que en el relato de las últimas horas de King se vuelve más lacónica, una desnuda enunciación de los hechos. Fue el 4 de abril de 1968. King había cumplido 39 años el 15 de enero. Era mucho más joven que en las fotos y en los documentales. También era bastante más bajo de lo que parecía en ellos. Unos años antes había tenido una conversación con un guionista interesado en escribir una película sobre su vida. El guionista le preguntó, cuando discutían posibles líneas para el argumento, “¿Y cómo termina la historia?”. Y King respondió con naturalidad: “Con mi muerte”.

Hay unas pocas novelas que continúo leyendo una y otra vez a lo largo de mi vida. Con la misma insistencia vuelvo a ciertas biografías, a lecturas sobre períodos del pasado, casi siempre los mismos, los que abarca ese “breve siglo XX” que según Eric Hobsbawn empezó en 1914. En el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos hubo muchas figuras, hombres y mujeres, conocidos y desconocidos, aparte de King, que alcanzaron una estatura admirable. Pero su vida tan corta, los 12 años de su militancia incesante, desde el boicot a los autobuses segregados en Montgomery en 1956 hasta esa huelga de trabajadores en Memphis, resume una experiencia trágica en la que se mezcla el heroísmo y la angustia incurable de un ser humano tan frágil por dentro como otro cualquiera, sometido a tensiones internas y externas que muchas veces lo arrastraron por encima de su voluntad y sus expectativas, abrumado por el azar de un liderazgo que había caído sobre él como una fatalidad sagrada y temible. En las biografías de King, el rigor de los historiadores se ha detenido a veces ante el límite de la reverencia hacia su figura. Pero se habían conocido siempre sus rachas de promiscuidad, explotadas hasta la calumnia y el chantaje por el FBI, que durante años estuvo espiando cada paso que daba y grabando sus conversaciones telefónicas.

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Ahora esas cintas infames, ya desclasificadas —quedan algunas que se harán públicas en 2027— son una fuente de primera calidad para los historiadores, aunque en algunos casos también los confrontan con la sobria evidencia de que Martin Luther King no era un santo de estampa piadosa con los ojos vueltos hacia el cielo, sino un hombre terrenalmente dotado para los placeres de la vida, incluyendo la comida y el sexo. También era un pastor baptista a la antigua, con ideas rancias sobre el papel distinto de los hombres y de las mujeres en la familia y en la vida pública.

Igual que las novelas, las vidas del pasado van cambiando a cada lectura, según cambian los tiempos. Jonathan Eig es más sensible que otros biógrafos al papel subordinado que King asignaba a su mujer, Coretta, por mucho amor y mucho respeto intelectual que sintiera hacia ella, y a la resistencia colectiva de los dirigentes del movimiento, todos hombres, a reconocer el valor de las mujeres que militaban en él. Rosa Parks, que había encendido la primera chispa de la rebelión al negarse a ceder su asiento del autobús a un pasajero blanco, nunca recibió el crédito que merecía. Jonahtan Eig cuenta que en el acto final de la marcha sobre Washington de agosto de 1963, en el que todos los oradores fueron hombres, a Parks se le permitió poco más del tiempo necesario para decir “buenas tardes, bienvenidos a todos”.

En nuestra época narcisista hay muy poco interés por estudiar la Historia, aunque sí por erigir tribunales de acusación sobre los personajes del pasado. El movimiento por los derechos civiles, originado en las iglesias baptistas del Sur, dejaba muy poco lugar a las mujeres y era hostil a los homosexuales, razón por la cual no se le permitió intervenir a James Baldwin en el acto final de la marcha sobre Washington. Coretta Scott King renunció en gran medida a su carrera de cantante para criar a sus hijos y ofrecer un amor incondicional a un marido que también la amaba y la admiraba y necesitaba su aliento, y además le era reiteradamente infiel, según atestiguaban con sórdida satisfacción los espías del FBI, que sin embargo nunca se molestaron en investigar las amenazas de muerte que recibía a diario, ni fueron capaces de protegerlo de su asesino. Es instructivo observar los prejuicios y los errores que hicieron suyos personas admirables del pasado, sobre todo si eso nos sirve no para sentirnos superiores, sino para aceptar la posibilidad de que también nosotros padezcamos otros prejuicios que nos parecen invisibles porque son de nuestro tiempo. Hay que tener mucho cuidado con sentirnos superiores a personas que sufrieron mucho más que nosotros y que, con toda objetividad, lograron con su esfuerzo, su heroísmo, su sacrificio, que haya algo menos de injusticia y crueldad en este mundo.

La causa de la justicia y de la igualdad es un impulso expansivo. Cuando Martin Luther King se incorporó al boicot de los autobuses de Montgomery, las demandas de los sublevados eran modestas: que los viajeros negros pudieran sentarse en cualquier zona del autobús, que la compañía contratara a algunos conductores negros. Fue la cerrazón de las autoridades y la brutalidad de la policía lo que encendió los ánimos reivindicativos. Martin Luther King empezó aspirando a la igualdad jurídica que traería consigo el final de la segregación: poco a poco se fue dando cuenta de que la pobreza y la injusticia social eran formas de segregación más poderosas todavía, y exigían cambios sociales profundos y no solo medidas legales. Su creciente radicalismo estaba alimentado por el entusiasmo profético de su fe, y por una especie de fatalismo personal que el desengaño y el agotamiento agravaron en sus últimos años. Sentía que la injusticia y la violencia, el puro odio racial, eran más poderosos de lo que él había imaginado, y que la lucha nunca tendría fin, y a él no le quedaban fuerzas. Se recuperó en toda la plenitud de su fervor y su elocuencia en el último sermón de su vida, la noche antes de morir, cuando dijo que no tenía miedo de nada ni de nadie y que había visto de lejos la tierra prometida. No sé cuántas veces habré visto su cara seria y sudorosa esa noche de víspera y habré leído y escuchado sus palabras. Estremecen igual que la voz de Mahalia Jackson cantando Take my Hand, Precious Lord.

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