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Columna
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Merkel contra Vox

Se ha llegado a decir que el Gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos “blanqueó” a la ultraderecha, cuando es el auge de los partidos ultras a lo Le Pen el verdadero desafío para las democracias liberales

Merkel contra Vox / Máriam M Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Vivimos tiempos de esquemas simples y oposiciones falaces. La campaña electoral no será distinta: antisanchismo frente a antifascismo es la maniquea dicotomía que condensa los patrones emocionales sobre los que nos obligan a escoger. Se restringe así el espacio del debate que nos merecemos los ciudadanos al construir una trampa imaginaria gracias a una falsa dicotomía. Pero hay otras falacias sorprendentes, como la ficticia equidistancia entre los ultras de Vox y la extrema izquierda, utilizada estos días con denuedo para diluir la responsabilidad del PP en el pacto de Valencia. Se ha llegado a decir que el Gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos “blanqueó” a la ultraderecha, cuando es el auge de los partidos ultras a lo Le Pen el verdadero desafío para las democracias liberales. Nos jugamos la posibilidad de un conservadurismo político sensato, alejado de las tentaciones extremistas.

Pero no siempre fue así. Tal vez se acuerden del seísmo causado por la elección del presidente del Land de Turingia de un candidato liberal, gracias a los votos conjuntos de la CDU y la ultraderechista AfD. Aquel terremoto ni siquiera se produjo para permitir un Gobierno de extrema derecha: lo inaceptable era unir los votos de la CDU a los ultras, no que gobernase un candidato u otro. ¿Recuerdan el “ha sido un error imperdonable” de Merkel? Aquello le costó la carrera política a quien iba a ser su sucesora, Annegret Kramp-Karrebauer, pues bajo su liderazgo se rompió un consenso longevo en la política alemana: el ascenso de la AfD rompía el cordón sanitario por la puerta de atrás, un tabú inquebrantable desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La convulsión social fue tan grande y la reacción de Merkel tan fulminante que Alemania se erigió como modelo normativo para todas las derechas europeas. El principio ético enarbolado por Merkel era simple: por encima del afán de poder de los partidos está la defensa de la democracia. Nos recordaba, de paso, que la idea de democracia es, desde Aristóteles, puramente normativa: una cuestión de valores.

Otro apunte: la ruptura de aquel pacto con los ultras permitió la reelección de Bodo Ramelow, dirigente de la izquierda poscomunista de Die Linke. Con ello, Turingia daba otra lección: tratar a Ramelow como un estalinista permitía normalizar a la extrema derecha y establecer esa falsa equidistancia. El entonces presidente del Parlamento alemán, Wolfgang Schäuble, apoyó esa línea roja con elocuencia: “Si ante cada problema, la AfD declara que la causa son los inmigrantes, no deberíamos sorprendernos si surge la xenofobia”. Y añadió: “Esta política no es compatible con la Constitución, que determina que la dignidad de cada ser humano es inviolable”. La xenofobia de la AfD se situaba, así, fuera del perímetro constitucional, convirtiendo en argumento falaz la equidistancia con los radicales de izquierdas. Es el problema del maniqueísmo, un marco que nos arrastra deliberadamente a juicios y acciones infantiles. Liberando a la realidad de su complejidad, solo queda la polarización, una lucha entre ángeles y demonios que anticipa nuestra inevitable derrota colectiva.

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