_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Tapadas en Nueva York

Lo único que van a ganar las mujeres que se enfundan camisas antiacoso para viajar en metro es pasar calor y encima recular en su derecho a vestirse como les dé la gana

Viajeras en el andén de una estación del metro de Nueva York.
Viajeras en el andén de una estación del metro de Nueva York.Vittorio Sciosia
Najat El Hachmi

Algunas mujeres que viajan en metro en Nueva York han iniciado una campaña para defenderse del acoso sexual cotidiano que sufren que consiste en enfundarse una camisa antiacoso, una prenda grande y holgada (y por lo que parece, también fea). Les deseo toda la suerte pero un simple vistazo a la realidad de otros países les demostraría rápidamente que, aunque muchos hombres se crean con más derecho a incordiar cuanto menos ropa lleve una, lo cierto es que taparte no acaba, ni de lejos, con el problema. Si solo fuera cuestión de superficie de tela, de marcar o no marcar, no habría acoso en Irán. Y por supuesto que lo hay. Y en Japón, donde los atuendos parecen más recatados, hace ya tiempo que hay vagones solo para mujeres para evitar que a las niponas les metan mano. Yo misma les puedo asegurar que de poco les va a servir la medida: en mi barrio esa era una de las razones que nos daban para convencernos de que lleváramos pañuelo y cubriéramos esas partes más vergonzosas de nuestra anatomía. ¿Y saben qué? Ni a mí ni a mis amigas hijas de familias musulmanas nos funcionó nunca el invento. Recuerdo la rabia que me hizo estallar en gritos en medio de una calle desierta una vez que, al regresar a pie del polígono industrial en el que trabajaba, enfundada en mi negro y muy obligado pañuelo, con camisa larga y holgado para cubrirme el culo, de repente un tipo empezó a seguirme en su coche. Mi enojo era doble: encima que había tenido que asumir esa denigrante indumentaria que marcaba mi sometimiento allá donde fuera, no me servía para librarme de los hombres que creían que podían comportarse como les apeteciera solo porque era mujer y estaba sola. En Marruecos, donde el islamismo ha extendido sus rancias y muy recatadas normas sobre el vestir de las mujeres, tampoco falta el acoso constante y cotidiano.

Así que sintiéndolo mucho por mis queridas de la Gran Manzana, lo único que van a ganar con esta estrategia es pasar calor y encima recular en su derecho a vestirse como les dé la gana, afianzar la idea de que enseñar más o menos piel da carta blanca al comportamiento indecente de los varones. Porque en Nueva York, como en Teherán o Tokio, como en Casablanca o en un polígono de Vic, no somos nosotras las que tenemos que cambiar, son ellos y su equivocado convencimiento de que tienen derecho a acosarnos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_