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Las otras vidas
Tribuna
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Los herederos del talento

En esta época de barroquismo gratuitos y lujosas fantasmagorías digitales el teatro preserva la inmediatez de la presencia y la voz humanas, más reales que en ningún otro arte, más capaces de invocación y de fantasía

Muñoz Molina 25 marzo 2023
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

El talento es la gran riqueza nacional. El talento sale de sí mismo para irradiar sus dones, para despertar contagiosamente las inteligencias, para alumbrar las vidas. El talento puede ser solitario pero se vuelca generoso como un caudal que no se acaba nunca, porque traspasa las épocas y las generaciones, de modo que un muerto de hace varios siglos puede deslumbrar tan cegadoramente que convierte en pálidos espectros a muchos de los vivos. El talento puede ser una voz que durante mucho tiempo clama en el desierto, y aun así prevalece sobre la indiferencia y la hostilidad, que en países como el nuestro pueden ejercerse con una contumacia geológica. Quien vive fuera comprueba que uno de los pocos nombres españoles de verdad universales es el de Santiago Ramón y Cajal, que fue un robinsón de la ciencia incluso después de que le dieran el premio Nobel en 1906, y que ideó, con un apasionado patriotismo cívico, el primer gran proyecto de modernización de la cultura española, la Junta para la Ampliación de Estudios, gracias a la cual muchos otros talentos en diversos saberes pudieron ensanchar sus horizontes europeos.

A Cajal lo siguen citando los investigadores del cerebro de medio mundo, y sus dibujos de los tejidos neuronales se exponen en museos, suscitando una doble admiración científica y estética. Pero en España su legado sigue arrinconado y disperso, muchas de sus cartas perdidas, y del museo del que durante muchos años se dijo que se le iba a dedicar no ha vuelto a saberse nada. Una cuantiosa biografía de Cajal, The Brain in Search of Itself, se publicó hace un año, pero su autor, Benjamin Ehrlich, la escribió en inglés, y no parece que haya suscitado interés editorial en España.

Coetáneo de Ramón y Cajal, y dueño de una forma distinta y más arbitraria de talento, fue don Ramón María del Valle Inclán, que ya en lo solemne de su “don” y en la longitud de su nombre daba muestras de su propensión fabuladora. En el Madrid astroso y carnavalesco de las primeras décadas del siglo Valle Inclán era, según Ramón Gómez de la Serna, “la mejor máscara a pie que cruzaba la calle de Alcalá”. Uno de los mayores talentos literarios de nuestro idioma, llevó siempre una vida pobre de bohemio; escribió el teatro más original en español y apenas pudo verlo representado nunca. Sus Luces de bohemia, contemporánea de Ulises, recuerda extraordinariamente la nocturnidad espectral y los personajes desgarrados de ese capítulo tardío de la novela que discurre en el barrio de la prostitución de Dublín. Ramón y Cajal murió en 1934, a los 80 años; Valle-Inclán en enero de 1936, a los 70. A los dos les fue piadosamente ahorrada la desgracia de la Guerra Civil, que iba a ser la gran exterminadora de los talentos españoles, arrojando a unos a las cunetas o a la prisión, a otros al destierro, a muchos a la esterilidad del silencio.

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El talento surge donde menos se le espera y se transmite como una herencia que con los años multiplica su valor. “Todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos”, dice un personaje en un esperpento de Valle. Ahora mismo, en el Teatro Español de Madrid, el inmenso actor Pedro Casablanc representa cada noche un espectáculo en el que está él solo, acompañado por un pianista, pero se transforma sin aparente esfuerzo en Valle-Inclán y también en Ramón Gómez de la Serna, el tercero en esta baraja de ramones heroicos, de talentos españoles atribulados, transeúntes simultáneos por aquel Madrid “absurdo, brillante y hambriento” de los cafés, los tranvías, el Ateneo, la Residencia de Estudiantes, la farsa golfa de Alfonso XIII y el general Primo de Rivera, las verbenas, el cinematógrafo, los fervores de banda municipal del Himno de Riego, las proas recién levantadas de los edificios art-déco, las multitudes bramando en las corridas de toros y en los mítines de masas bajo el retumbar de las megafonías.

Ramón Gómez de la Serna mostró su admiración por Valle-Inclán en una biografía escrita hacia principios de los años treinta que yo encontré por azar cuando era adolescente, en una edición de Austral, en la biblioteca municipal de Úbeda. El entusiasmo de discípulo de Gómez de la Serna hacia Valle se me transmitía intacto en cada lectura repetida, en el despertar de una vocación solitaria por la literatura. Más que una biografía rigurosa, el libro de Gómez de la Serna era una vindicación incondicional de la figura de Valle, de su extravagancia, de su humorismo: pero sobre todo de su entrega al oficio de escribir, a la búsqueda de una maestría sin recompensa, una especie de menesteroso dandismo, de negación radical de cualquier acomodo con lo trillado y lo establecido, en la política o en la literatura.

Leí tantas veces ese libro de papel amarillento y áspero que muchas frases y anécdotas me las sabía de memoria. Las reconocía la otra noche en el teatro, la prosa tersa y sincopada de Gómez de la Serna, las trolas monumentales y los desplantes de Valle-Inclán, todo revivido en la voz de Pedro Casablanc, que es tan imponente como su presencia entera, que él modula como un virtuoso que ha logrado el pleno dominio de uno de esos instrumentos que tienen una corpulencia casi humana, un cello, un gran contrabajo. El teatro es un arte inexpugnable. Un hombre solo en un escenario desnudo impone durante más de una hora un mundo completo, solo con su voz, su cuerpo, un guante blanco, un monóculo que ni siquiera tiene cristal. Pedro Casablanc es Valle-Inclán y es Ramón Gómez de la Serna impartiendo una conferencia sobre Valle-Inclán, acompañado por un pianista que lo mismo insinúa un chotis o un cuplé que una sonata de Beethoven. En esta época de barroquismo gratuitos y lujosas fantasmagorías digitales el teatro preserva la inmediatez de la presencia y la voz humanas, más reales que en ningún otro arte, más capaces de invocación y de fantasía. Pedro Casablanc se pone su guante blanco de mago y levanta la mano y es como un funambulista que fingiera elevarse en el aire hacia un alambre invisible. Xavier Albertí, que ha ideado y dirigido el espectáculo, invoca aquellas conferencias de casticismo vanguardista que daba a veces Gómez de la Serna subido en un trapecio o en el lomo terroso de un elefante en un circo. El monóculo que se pone y se quita Pedro Casablanc es el de Valle-Inclán. Su traje de hombros anchos y doble fila de botones evoca el tronco macizo de picador de Ramón Gómez de la Serna. Mario Molina recuerda al piano los chotis, los cuplés, las letras de romance de ciego y de zarzuela barata que alimentaban la imaginación verbal de Valle-Inclán en los esperpentos, la estética “sistemáticamente degradada” que según él era la mejor representación de la vida española, la de su tiempo y también la de ahora, si al salir del sueño del teatro regresamos a la fatigosa realidad.

Lo que permanece luego es el asombro y la gratitud hacia el talento. A los 16 o 17 años descubrir a Valle-Inclán a través de Ramón Gómez de la Serna fue un aliciente para mi vocación. Me pregunto cuándo y cómo descubrió la suya Pedro Casablanc, gracias a quién, de dónde ha sacado las fuerzas para seguir aprendiendo y para no rendirse a las asperezas y las inseguridades del oficio. Imagino a alguien muy joven que lo haya visto hacer de Valle y de Gómez de la Serna y que bajo el influjo de su talento haya imaginado la posibilidad de dedicarse en cuerpo y alma al teatro.

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