El más viejo
Si el tiempo no estuviera dividido en años, la edad no existiría, puesto que nadie podría saber la fecha en que uno había nacido
Llegó un momento en que, en el avión, en el tren, en el metro y en el autobús, miraba alrededor y siempre era el pasajero más viejo. También en el restaurante y en el bar era el más viejo de los clientes, en el cine y en el teatro el más viejo de los espectadores, en los conciertos el más viejo de todo el público. Pensaba que la culpa la tenían los calendarios. Si el tiempo no estuviera dividido en años, la edad no existiría, puesto que nadie podría saber la fecha en que uno había nacido. A cada persona la definiría su aspecto exterior, su salud, el timbre de su voz, su carácter e inteligencia. En este caso, lo más importante en la vida sería venir bien de fábrica, como sucede con los coches, que se distinguen por su estabilidad, velocidad, resistencia y comodidad, según cada marca. Un día se dio cuenta de que si en cualquier parte siempre era el más viejo se debía a que todavía cogía el avión, el metro, el autobús, iba al bar, al cine, al teatro y a los conciertos, en lugar de quedarse en casa amarrado al sofá ingiriendo mierda por televisión. No soportaba que le dijeran que se conservaba muy bien o que había hecho un pacto con el diablo. Creía que a una edad ya no se cumplen años, sólo se cumple salud o enfermedad y que no había nada mejor para el riego sanguíneo que la cólera bien administrada, como demostró en cierta ocasión. Una noche este viejo se encontró con la reyerta entre dos jóvenes en la puerta de una discoteca. Era una de esas peleas que podía terminar con el arbitrio de la navaja. El viejo intervino para tratar de separarlos, pero uno de ellos no solo despreció su ayuda, sino que encima lo llamó puto abuelo. Lleno de ira, el viejo le pegó un rodillazo en la entrepierna y el joven cayó al suelo retorciéndose con las manos en los genitales. La desgracia de cumplir años la tienen los sumerios que inventaron el calendario hace 5.000 años.
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