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Abriendo trocha
Columna
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Perú: democracia en destrucción

Junto a la polarización política y social en la que está el país, es creciente y grave el deterioro de la inseguridad ciudadana

Latin America
Un manifestante increpa a policías antidisturbios en el centro de Lima (Perú), el pasado 4 de febrero.Jhon Reyes (EFE)
Diego García-Sayan

Si existiera un manual para destruir la democracia, varios procesos en la historia mundial podrían nutrirlo. Hay muchos ejemplos. En este mismo periódico, Antonio Elorza se refirió hace diez años, por ejemplo, al proceso de destrucción de la democracia en Europa occidental, en donde “sobre el fondo de la crisis económica, la erosión de la democracia ha sido causada por el mal gobierno”. O más recientemente, Lluís Bassets refiriéndose a la amenaza de Trump de no aceptar el resultado de las elecciones de noviembre de ese año como pasos parte de la “destrucción de la democracia”.

Los ejemplos anteriores empequeñecen ante la crisis peruana en curso, en ascenso en el último sexenio, en proceso exponencialmente reforzado, y casi “de laboratorio”, de destrucción sostenida y sistemática de la institucionalidad democrática. Generando, con ello, creciente incertidumbre e inseguridad en la vida de su más de 33 millones de habitantes.

El telón de fondo estructural e histórico es muy amplio. Tiene que ver, por cierto, con los tremendos desequilibrios existentes entre los que tienen más y los que tienen menos, con el foso entre las élites dominantes de las grandes ciudades y un mundo andino -particularmente quechua y aymara- marginado y excluido. Desencuentros varios que en alguna medida se arrastran desde la colonia y casi sin corte durante los dos siglos de república. Hoy vuelven a manifestarse, ruidosamente y con movilizaciones que algunos equivocadamente pretenden reducir a agitaciones de “vándalos” o, peor, de “terroristas”.

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El colapso democrático en curso no es fruto de la inercia, de la inacción o culpa de un(a) gobernante, sino resultado de un sistema político e institucional fracasado y de una sociedad que no se siente ni está representada en ese sistema. Cada vez más distancia con las instituciones y, por ende, cada vez menos legitimidad de las mismas: la foto del presente. Lo que trae el riesgo de que en la dinámica social y política las salidas por vías extremas aparezcan tentadoras y que “el centro” se desvanezca.

En torno a tres desarrollos se puede ilustrar la gravedad de este colapso democrático en pleno desenvolvimiento.

En primer lugar, el harakiri de las instituciones democráticas en un proceso en el que sobresale el comportamiento del unicameral legislativo, rechazado por el 94% de la población de acuerdo a todas las encuestas recientes. Elegido el 2021, este Congreso fue ariete fundamental en la erosión política cuando varios de sus partidos movieron cielo y tierra sobre un inexistente “fraude” en la elección de Pedro Castillo. Se agudizó la crisis política con la combinación diabólica del bombardeo congresal y mediático sistemático agobiando a Castillo junto con la colosal inoperancia del propio Castillo como presidente así como sus severos indicios de corrupción. Culminó esto en el fracasado y torpe autogolpe de diciembre.

Esto le dio mayor protagonismo al congreso que adquirió un poder inmenso. Quien asumió la presidencia (Dina Boluarte) es a quien constitucionalmente le correspondía pero lo hacía sin bancada parlamentaria u organización. En ese contexto, con las movilizaciones que arrancaron y el clamor abrumador de que se adelanten para este año las elecciones generales, el repudiado congreso del 6% optó por mirar hacia otro lado. Y ha seguido adoptando decisiones -casi todas cuestionadas- movidas, muchas de ellas, por intereses de pequeños grupos o propios, apuntando a prebendas y ventajas indignantes.

En segundo lugar, los misiles antidemocráticos lanzándose desde el propio Estado, con impunidad. Que tratan asuntos institucionales y constitucionales esenciales como la división o equilibrio de poderes. Y que abarcan espacios a los que se suma activamente la politizada fiscal de la nación y, más recientemente, el Tribunal Constitucional (TC).

El TC en su historia ha dado algunos pasos ejemplares contra el autoritarismo (por ejemplo, cuando confrontó en los 90 el propósito de Fujimori de reelegirse inconstitucionalmente). Ya no más. Juega ahora un papel crucial en el bombardeo de las instituciones democráticas. Escogido en su gran mayoría por el actual congreso en un proceso oscuro y sin la más elemental transparencia, se ha convertido en otro instrumento demoledor de la democracia. Por ejemplo, al resolver la semana pasada un caso estableciendo con decisiones completamente adversas al equilibrio de poderes y a la independencia judicial.

Todo se debe controlar en un Estado constitucional. Pero el TC ha resuelto que no puede haber control judicial/constitucional sobre las decisiones del Congreso. Con lo que dinamita capacidades esenciales del sistema de justicia en un sistema democrático; pesos y contrapesos out. Simultáneamente, el TC ha establecido que los órganos del sistema electoral, que por su seriedad se han ganado reconocimiento y legitimidad, pasen a ser controlados por el legislativo.

En tercer lugar, un contexto creciente de polarización social y política que es hoy pan de cada día. En ello ponen su grano de arena varios medios de comunicación con líneas informativas tan sesgadas y parcializadas que llevan a que crecientemente se prescinda de ellos y se repose en las tampoco confiables -pero más democráticas- redes sociales.

En este contexto, hacer del tema de asamblea constituyente “sí” o “no” desvía de los temas centrales y deriva en lo simbólico. Es muy válido plantearse una nueva Constitución que reemplace la que ha demostrado ser clave para llevar al país a donde está. Pero poniendo primero sobre el tapete los temas o enfoques sustanciales a ser revisados y no seguir mordiéndose la cola en una tensión sin contenidos concretos en torno a una vacía generalidad de constituyente-si/ constituyente-no.

El hecho es que junto a la polarización política y social en la que se está, es creciente y grave el deterioro de la inseguridad ciudadana. El proceso de ostensible explosión y extensión del sicariato en las principales ciudades del país, lleva a que sectores amplios de la sociedad vean con cada vez más simpatía la “mano dura”; mientras, más del 70% de la población encuestada respalda el restablecimiento de la pena de muerte. Con esos elementos girando, la ilusión de que una asamblea constituyente sería ruta de salida nos pone, más bien, en lo que podría ser la antesala de regresiones de fondo que están pasando desapercibidas.

Fuera de los aquí mencionados se puede abordar muchos otros aspectos de peso. Sin embargo, ¿cuál es el telón de fondo, la esencia, de la situación? Por una u otra vía se nos remite al problema medular: el colapso de la política y, en particular, el desvanecimiento del “centro” en beneficio de los extremos dificultándose así la ruta de salida.

De un lado, una derecha extrema torpe, racista y dividida en mil fragmentos; por el otro lado, los pocos restos de una izquierda extrema simplista, torpe y cuyos razonamientos son, en algunos casos (como el partido Perú Libre dentro del que fue elegido Castillo) paradójicamente, iguales a los de la extrema derecha contra los derechos humanos. En aspectos claves como el enfoque de género, el matrimonio igualitario el principio del equilibrio de podres.

En un espacio ideal deberían converger dinámicas de centro con perspectivas democráticas, vertebrando también a las derechas e izquierdas no extremas. ¿Ruta de encuentro de una sociedad más segmentada que en el pasado? Podría ser que en una convergencia de este tipo se diseñe respuestas a los dramas del momento y que cierren el camino al autoritarismo que ya hace entusiasta calistenia en la banca.

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