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Leyendo de pie
Columna
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Venezuela y sus oligarquías

Las agrupaciones políticas opositoras del país, tomadas en conjunto, han dejado ya de ser democráticas en sus deliberaciones y en sus métodos

Ibsen Martínez
Juan Guaidó, en su oficina en Caracas, el 30 de diciembre.
Juan Guaidó, en su oficina en Caracas, el 30 de diciembre.LEO ALVAREZ (AFP)

Dos oligarquías pugnan hoy en la empobrecida Venezuela, ambas son tiránicas y militaristas.

La convención atribuye ideales y propósitos democratizadores a la coalición opositora. Muchos de sus individuos, en efecto, se tienen a sí mismos por demócratas liberales, partidarios de la economía de mercado y del régimen republicano y civil. También de la separación de poderes, la alternancia en el poder y de la rendición de cuentas de los cargos de elección popular.

Poner en duda su buena fe implica ignorar las violaciones de derechos humanos de que sus dirigentes, activistas y simpatizantes vienen siendo víctimas, incluso mortales, desde hace muchos años.

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Sin embargo, y paradójicamente, las agrupaciones políticas opositoras, tomadas en conjunto, han dejado ya de ser democráticas en sus deliberaciones y en sus métodos. La palabra”democracia” en su discurso es, cuando menos, solo una pretensión. En lo esencial, la oposición venezolana ha terminado por ofrecer a sus compatriotas un programa toscamente restaurador de todo lo malo que pudo anteceder a Chávez. Su anacrónico y aniquilador militarismo, merecen un poquitín de elucidación.

Desde comienzos de este siglo, barridos ya del mapa los partidos políticos del siglo pasado por la avasallante irrupción del chavismo, los barones de la prensa, los “analistas de entorno”, los laboratorios de encuestas asesores de la industria y la banca, last but not least, los supergerentes de la petrolera estatal, se pusieron a la cabeza del descontento y la alarma.

Lo hicieron con asombroso desdén por la historia contemporánea de Venezuela y por todo lo que la política exige al ars, la maña, la paciencia y la mano zurda.

Un momento estelar de su actuación fue la huelga con la que un estamento de supergerentes petroleros del siglo XXI con ideas zombis sobre la política, actuando nine to five con Blackberrys y láminas Power Point, buscó provocar el derrocamiento de un carisma militar del siglo XIX con ideas zombis sobre la economía.

Lo precedió un fallido golpe militar cuyo plan maestro seguía la vetusta, simplona pauta de John Foster Dulles en los años 50: fabricar un “clima” de agitación civil que pudiese pasar por legítima insurrección general y provocar la intervención de los cuarteles.

Al pretender ahorrarse el esfuerzo—el incordio—de construir una alternativa civilista y electoral de largo plazo solo lograron entregarle a Chávez y a Fidel Castro, en tan solo ocho meses, el alto mando militar y la estatal petrolera.

Lo asombroso es que, quince años más tarde, Leopoldo López, golden boy de una aventajada cofradía harvardiana, no haya producido una estrategia mejor sino apenas una liofilización del método Foster Dulles. En el proceso quedó claro que John Bolton no calza los puntos de Foster Dulles y que Venezuela no es Guatemala, 1954.

A menos de 100 días de echar a andar su campaña por el retorno a la norma democrática supimos que López y Guaidó cortejaban secretamente la tutela de la cacocracia militar y el concurso del Tribunal Supremo de la dictadura madurista. La chapuza del 30 de abril, sus precuelas y secuelas, echaron a pique el “USS Guaidó”.

Con su tripulación se hundieron dos generaciones de políticos nacidos entre los años 50 y 90, los fundadores de Primero Justicia y muy notablemente los “operadores” de la llamada “generación de 2007″, cooptada por Primero Justicia y sus desprendimientos. Algunos de ellos fueron llamados a colonizar en calidad de comisarios políticos las filiales de la petrolera estatal (PDVSA) durante el malhadado interinato de Guaidó. Su desempeño de mayor entidad fue, merced un saqueo clientelar, llevar a la quiebra a Monómeros, la mayor planta de fertilizantes de Colombia.

La cúpula opositora se ha convertido en una oligarquía—un “gobierno de pocos”, en este caso con una alarmante carencia de representatividad, corporizado en la Asamblea Nacional—que, gracias a Guaidó, logró el subsidio temporal de Washington. Esos dineros sostuvieron durante tres años la ilusión de un gobierno en el exilio presto a suplantar al de Maduro, el general Padrino y los hermanos Rodríguez.

A prescindir sin miramientos de Guaidó quiso la Asamblea Nacional, elegida hace ya siete años, investirse además de la administración de los activos de la nación en el exterior: nada menos que Citgo Oil Corp y el oro de la nación depositado en Londres que, gracias a la reacción indignada de la sociedad civil opositora que denunció la inconstitucionalidad del barbarazo arbitrio, están por ahora a salvo de un arrebatón semejante al de Monómeros.

No sobrará decir que, en la era anterior a Chávez, otra oligarquía parlamentaria igualmente avorazada por la pasión electoralista, se conchabó para destituir, con presteza comparable a la que dio cuenta de Guaidó, a Carlos Andrés Pérez cuando solo faltaban meses para finalizar su mandato.

A Guaidó, proxy que fue de Leopoldo López, le queda el consuelo de postularse a la elección primaria de la oposición que busca elegir un candidato oponible a Maduro. Sería una gallarda tienta, a la altura de su probada y valerosa entrega a la política. Nadie, por lo demás, le reprochará una marcha al exilio.

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