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Columna
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Una rara satisfacción

Si el problema de la violencia machista atacara a las escalas altas de la sociedad con la crueldad que lo hace en la esfera más necesitada, el discurso público sería otro

Un grupo de personas, el 29 de diciembre frente a la sede del Ministerio de Justicia, en Madrid, en una protesta por el repunte de asesinatos machistas.
Un grupo de personas, el 29 de diciembre frente a la sede del Ministerio de Justicia, en Madrid, en una protesta por el repunte de asesinatos machistas.Fernando Sánchez (Europa Press)
David Trueba

Hace unas semanas, una mujer envenenó a su hija con barbitúricos para evitar la custodia que los tribunales habían concedido al marido. Más cerca en el tiempo, una mujer guardia civil asesinó a disparos a sus hijas en la casa cuartel, con un proceso de separación también como fondo. De manera sutil, esos dos brutales crímenes provocaron una rara satisfacción en algunos sectores, que corrieron a señalar el absurdo de defender leyes contra la violencia machista si las mujeres también pueden ser malvadas asesinas. ¿Para qué vamos a defenderlas como víctimas de una violencia de género?, se preguntaban. No conozco a nadie que niegue que las mujeres también cometen crímenes, pero la legislación específica para frenar la violencia contra ellas en el ámbito doméstico tiene su sentido. Y si faltaba ese grado de comprensión, el mes de diciembre ha despedido 2022 con unas cifras escalofriantes de asesinatos de mujeres a manos de sus exparejas. Algunos de ellos, con denuncias anteriores por malos tratos.

La brecha en la llamada ley del solo sí es sí al unificar varios delitos sexuales volvió a despertar esa rara euforia de algunos. Están dejando a violadores y abusadores en la calle quienes dicen defender a las mujeres. Supongo que lo que algunos pretenden es que las cosas se queden como están. Pues precisamente la inmovilidad, el ignorar que tenemos un problema que afecta al corazón de las relaciones sentimentales, es el mayor peligro. Si nos dejamos ganar por esa actitud, seremos incapaces de afrontar un problema que se lleva por delante a 50 mujeres cada año y que, por extensión, provoca el miedo y la persecución a muchas más. Y es precisamente ese hecho el que moviliza al legislador para tratar de encontrar algún modo de corregir lo que es un hábito insultante. Al día de hoy sabemos que la ley no basta, se necesitan fondos para hacer efectiva la protección, y en demasiadas ocasiones ni las mediaciones policiales o judiciales logran eliminar los riesgos.

Por más que el volumen de delitos relacionados con las separaciones dispare en todas direcciones, la violencia machista persiste. Aunque las leyes específicas no frenen esas agresiones, al menos levantan una barrera de acogida para las mujeres. Falta mucho por desarrollar en tareas de prevención, pero al lado de todo eso, los comportamientos de acoso a la mujer son persistentes. Y seguimos sin entender que una de las piezas clave radica en la educación de los jóvenes, que reproducen los parámetros de conducta tradicionales, donde la posesión es sinónimo de amor y la independencia sinónimo de traición. Esta enfermiza mentalidad convierte en agresores a quienes aparentaban una condición ajena al delito. Pero aún falta por levantar el velo económico, pues en repetidas ocasiones la violencia estalla en entornos familiares de alta precariedad. El dinero ayuda a poner distancia, a separarse sin trauma económico, a compartir el cuidado de los hijos sin agravio. Es en unas condiciones de aislamiento y escasez donde el conflicto se pudre de manera definitiva. Si el problema de la violencia machista atacara a las escalas altas de la sociedad con la crueldad que lo hace en la esfera más necesitada, el discurso público sería otro. Nadie se atrevería a negar lo evidente ni a pasear esa rara satisfacción al ver que los esfuerzos por atajar un problema social nunca dan con la solución definitiva.

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