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Columna
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Consentir sin desear

Es urgente una educación que transmita no solamente el funcionamiento biológico de estos mamíferos llamados humanos sino una ética del comportamiento sexual basada en nuestra condición de personas

Clase de educación sexual en un instituto de Valencia.
Clase de educación sexual en un instituto de Valencia.Mònica Torres
Najat El Hachmi

Me decía un amigo que, como hombre, la idea del consentimiento le resulta ofensiva. Al fin y al cabo consentir es dejarte hacer, permitir que alguien te use para satisfacerse. Al utilizar este concepto para referirnos a las relaciones sexuales desaparece lo principal: el deseo. Siendo como son este tipo de actividades encuentros íntimos en los que el objetivo principal es gozar mutuamente el uno del otro, puede que aplicarle el verbo consentir no sea la mejor de las ideas. Nadie tendría que follar si no lo desea, si no le apetece, si no quiere hacerlo con el solicitante, así que lo mínimo para meternos en este tipo de harinas sería el deseo, un deseo real y consciente. Y si en un momento dado, por la razón que sea, el mismo motor que nos llevó al otro se para sin más o ya no nos empuja lo suficiente, deberíamos frenar la actividad sin sentirnos mal por la frustración que podemos provocar en el compañero. Sentirnos obligadas a cumplir en lo sexual no es nada aconsejable.

Pero una cosa es lo que debería ser y otra muy distinta cómo son las cosas en realidad. Los datos arrojan espeluznantes cifras de agresiones sexuales, en menores cometidas por menores. Las víctimas son cada vez más jóvenes, las primeras agresiones ocurren ya a los 13 años. A esta edad lo único que se puede es “no consentir” porque raramente se tiene madurez suficiente para entender el propio deseo, lo que apetece y lo que no y cómo parar cuando deja de apetecer algo. Por eso es urgente una educación que transmita no solamente el funcionamiento biológico de estos mamíferos llamados humanos, sino una ética del comportamiento sexual basada en nuestra condición de personas. Una condición compleja que en la intimidad de la desnudez ante el otro expone todo aquello que forma parte de nosotros: la animalidad del cuerpo deseante aparejado a los códigos culturales junto con los rasgos individuales y de personalidad que nos hacen únicos. Si desde pequeños nos enseñan a comportarnos en la mesa, en clase, en un equipo, etc. ¿Por qué no damos ninguna información a nuestros hijos sobre lo que está bien y lo que está mal en el terreno de la sexualidad?

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La norma principal y más importante no sería, en este caso, “haz lo que te apetezca si el otro te lo consienta”, sino “haz lo que quieras asegurándote siempre de que el otro también lo desea”.

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