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tribuna
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Junts y Sancho Panza

Para el partido de Puigdemont resultaría muy costoso desandar el camino de la unilateralidad, pero ninguna formación resiste si su objetivo se queda en alimentar un ideal alejándose del poder

El secretario general de Junts per Catalunya, Jordi Turull, y la presidenta de la formación, Laura Borràs, depositan una ofrenda floral durante el acto de conmemoración del 82º aniversario de la muerte del 'expresident'  Lluís Companys, el sábado en Barcelona.
El secretario general de Junts per Catalunya, Jordi Turull, y la presidenta de la formación, Laura Borràs, depositan una ofrenda floral durante el acto de conmemoración del 82º aniversario de la muerte del 'expresident' Lluís Companys, el sábado en Barcelona.Alberto Paredes (Europa Press)
Sandra León

El fin del Gobierno de coalición en Cataluña ha puesto punto final a la convivencia de dos partidos de cuya relación depende desde hace años la transición del independentismo hacia el periodo posprocés. Ha llovido mucho desde que, en el 2017, una parte importante de los votantes de ERC prefiriese a Puigdemont y no a Junqueras como presidente de la Generalitat. En todo este tiempo, Junts se ha ido convirtiendo en un partido más radical y menos institucional, desvinculándose primero de su coalición con el más moderado PDeCAT y ahora rompiendo con el pragmatismo de su socio en la Generalitat. Lo que tiene de particular esta ruptura es que, más que debilitarse en la tan cacareada competición por la hegemonía del independentismo, Junts opta por salirse del terreno de juego, se descalifica. El partido de Puigdemont encara la nueva etapa en la oposición con dificultades en distintos planos: qué es, qué pretende hacer, qué alternativas tiene y cuál es el coste de desarrollarlas.

Primero, no está claro qué tipo de partido es Junts, pues se ha quedado a medio camino entre una formación política y un movimiento social. Esta característica, que puede favorecerle estando en la oposición, lo debilita para cualquier gobierno. En un entorno político tan fragmentado como el catalán, las alianzas para llegar a acuerdos necesitan partidos que, para asumir concesiones, sean capaces de disciplinar a las bases y al aparato. Los movimientos sociales actúan como contrapeso a la labor institucional de los partidos, así que la permeabilidad de esa relación aumenta las tensiones entre, por un lado, la mayor radicalidad de la militancia y el activismo y, por otro lado, el aparato y sus dirigentes. La mejor manera de que el sector radical de Junts se asegurase la ruptura de la coalición con Esquerra fue externalizar la decisión a una votación de las bases.

Segundo, el partido de Puigdemont apuesta su labor de oposición a un tema que va perdiendo relevancia en Cataluña y en el resto del Estado. Desde las elecciones generales de noviembre de 2019, la preocupación de los catalanes por la relación con España ha caído más de veinte puntos. Hoy, lo que más inquieta a la opinión pública catalana es la economía, y todo hace pensar que así seguirá siendo al menos durante el próximo año. En este contexto, a Junts solo le queda seguir cavando en las trincheras de la antipolítica con un discurso populista. El terreno está abonado, pues uno de cada cuatro catalanes piensa que el principal problema de Cataluña es la política y los políticos.

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En tercer lugar, el partido de Puigdemont está atrapado en el procés. No tiene alternativa porque no puede reorganizar su programa lejos del conflicto territorial. El coagulante de la diversidad ideológica que caracteriza a su electorado es la confrontación con el Estado y no hay plan de políticas públicas que pueda servirles en igual medida para mantenerlo unido. Cualquier intento de aterrizar su discurso en el ámbito de las políticas se encontrará con un espacio que ya está ocupado por varios partidos.

Por último, a los votantes de Junts les va a costar despertar del ensueño de la vía unilateral, si es que en algún momento el partido se plantea abandonarla. Los datos de encuesta muestran que sus electores gestionan socialmente la cuestión sobre la independencia con mayor asertividad que otros grupos. Por ejemplo, declaran tener más disposición a entrar en el debate si surge el tema de la independencia en una conversación de trabajo o entre amigos. Son, en este sentido, muy parecidos a los votantes de la CUP. En cambio, la mayor parte de los votantes no independentistas prefieren evadir una conversación sobre el tema. Además, los electores de Junts viven —o así lo perciben— en entornos que les dan mayoritariamente la razón: cuando se pregunta a los ciudadanos en Cataluña qué opinan sus parejas, familiares, vecinos, amigos o compañeros de trabajo sobre el tema de la independencia, quienes votan a Junts creen en mayor medida que el resto de electores (votantes de ERC incluidos) que sus círculos sociales o familiares piensan mayoritariamente como ellos.

Es muy difícil traicionar a un grupo de votantes tan encapsulado en su causa. Por eso sería muy costoso para el partido de Puigdemont deshacer el camino de la unilateralidad por el que ha conducido a sus votantes y militantes durante los últimos años. Quizás no tenga suficiente capital político para transformarse, vestido esta vez con prendas menos radicales, y el resultado acabe con la escisión del partido. Su devenir político suscita una reflexión sobre la unidad de los partidos y su propósito: aunque la unidad es condición necesaria para cualquier empresa política, no resiste si el objetivo político se queda en alimentar un ideal desde la oposición, alejándose del poder. Al fin y al cabo, lo que mantuvo la fe de Sancho Panza en la imaginaria ínsula Barataria era que aspiraba a gobernarla.

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