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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El choque por la Guardia Nacional

El Presidente aprovechará su informe a la nación para insistir en que no hay más ruta que la completa militarización de la Guardia Nacional, el cuerpo de seguridad que ha crecido de la mano de la milicia, pero que la ley prevé que regrese al curso civil en marzo de 2024

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, es saludado por elementos de la Guardia Nacional en la ceremonia de su despliegue, en junio de 2019, en Ciudad de México.
Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, es saludado por elementos de la Guardia Nacional en la ceremonia de su despliegue, en junio de 2019, en Ciudad de México.Manuel Velasquez (Getty Images)
Salvador Camarena

En menos de tres semanas el presidente Andrés Manuel López Obrador rendirá su cuarto informe de gobierno. En esa ocasión presumirá sus programas sociales, un aeropuerto, una refinería y un tren, y su victoria en contra de grupos que él asegura que pretenden obstaculizar su revolución. De manera muy significativa, entre esos colectivos el mandatario no incluirá al crimen organizado, actor que en la semana que concluye dio sonoras demostraciones de su inmenso poderío.

En ese 1 de septiembre, el tabasqueño dirá que ya está dando frutos la estrategia social-militar que su gobierno ha lanzado para combatir la violencia. La sociedad mexicana sabe que a López Obrador la actualidad no le conmueve. Que a pesar de casi 90 asesinatos diarios él proclamará el éxito de sus esfuerzos pacificadores; que narcobloqueos como los de esta semana en Zapopan, Celaya, Juárez y Tijuana —medio país, prácticamente— los ve como sucesos a los que él no ha de dar fuerza mediática. Si yo no me acuerdo, no pasó.

En el mejor de los casos, Andrés Manuel aprovechará su informe a la nación para insistir en que no hay más ruta que la completa militarización de la Guardia Nacional, el cuerpo de seguridad que nació militarizado, que ha crecido de la mano de la milicia, pero que la ley prevé que regrese al curso civil en marzo de 2024.

El presidente dirá que al no aceptar la reforma que entrega de jure la Guardia Nacional a la Defensa, la oposición bloquea la posibilidad de dar más seguridad a los mexicanos. Opositores y activistas alertan, por su parte, sobre los enormes peligros que implica esa decisión, y la sociedad escucha ambos argumentos con una sola interrogante: ¿cuál es el camino posible hacia una pronta seguridad, militarizar más o comenzar de nuevo desde cero?

Desde la presidencia de Ernesto Zedillo (1994-2000) el gobierno mexicano ha tratado de crear un cuerpo policiaco de envergadura para enfrentar la inseguridad. En ese sexenio se pensó en la Policía Federal Preventiva, también surgida de germen militar. Ese cuerpo derivaría en una Policía Federal que dos administraciones panistas no pudieron consolidar. Y en el peñato nos quedamos con un híbrido: desapareció la Secretaría de Seguridad, Gobernación asumió esas tareas y se intentó, sin éxito otra vez, una Gendarmería, que no era militar ni policiaca ni todo lo contrario.

Al llegar López Obrador al poder tomó dos decisiones: convertir a la policía federal en un símbolo de la corrupción panista, con lo cual justificó su disolución, y cumplir lo que había publicado desde 2017 en su último libro antes de ganar la presidencia. La Marina y la Sedena, dijo AMLO en “2018: La Salida”, constituyen una enorme fuerza ociosa, y ésta será usada en labores de seguridad. Una de las formas más evidentes de esa utilización se llama Guardia Nacional.

En los albores del sexenio, y prácticamente por unanimidad, en febrero de 2019 el Congreso aprobó la creación de la Guardia Nacional. A pesar de ese apoyo de la oposición, la legislación fue cuestionada por colectivos que desde el inicio mismo del sexenio de Felipe Calderón vienen denunciando los riesgos de la militarización del combate a los criminales. Los candados que se le pusieron al nuevo cuerpo de seguridad para obligarlo a rendir cuentas a los civiles han probado que fueron insuficientes, como ha sido evidente que la Federación nunca estuvo dispuesto a honrarlos.

Tres años y medio después del nacimiento de la Guardia Nacional, el gobierno de la República ha anunciado que ante la resistencia del Congreso, donde AMLO ya no tiene mayoría constitucional del trienio inicial, promoverá un decreto para militarizar completamente lo que se suponía que era una situación transitoria.

Ese anuncio ha reactivado a académicos y ONG, que de nuevo alzan la voz para denunciar lo errado y riesgoso de tal camino, al tiempo que la sociedad atestigua inéditas expresiones de violencia (Tijuana no había padecido narcobloqueos como los del viernes), o el resurgimiento del miedo generalizado en lugares como Ciudad Juárez, cuya población tenía una década sin ser obligada a atrincherarse ante la toma de sus calles por parte de los criminales. Estos son quizá los argumentos más contundentes en contra de militarizar la Guardia Nacional: ¿ésta sirve de algo?

Dicho de otra manera: Qué ganará la sociedad si se militariza la Guardia Nacional, pues ésta no ha tenido obstáculo alguno para operar durante tres años y medio y, sin embargo, Jalisco y Michoacán son territorios de altísima volatilidad; qué diferencia hace la GN si caminos y poblaciones de Guerrero y del Estado de México siguen dominados por los cobradores de piso, si Chihuahua y Sonora, Sinaloa y Baja California, tienen dueño y éste no es el gobernador o la gobernadora, entre ellos los recién llegados a esas entidades que en su mayoría son de Morena.

Porque si México se va a embarcar en la discusión de si militarizar o no a la Guardia Nacional lo primero que tendría que poner en la mesa el gobierno es alguna prueba de que ese cuerpo sirve de algo. Así, literalmente, de algo. La duda no es gratuita, ingrata y menos retórica. El escepticismo está alimentado por la ausencia de casos de éxito, por la falta de evidencia contrastable del buen desempeño de ese cuerpo, y por lo que precisamente implica la decisión de AMLO: cerrar la pinza de la militarización de esa policía la hará más refractaria a la rendición de cuentas.

¿Qué diferencia ha hecho en la vida de las comunidades apartadas o en las grandes ciudades el tener patrullando a la Guardia Nacional? A ésta le dieron las carreteras y éstas no son notablemente más seguras. ¿Por qué? ¿Dónde está el o la gobernadora que diga sin tapujos: ¿qué gran diferencia hizo en mi estado la llegada de cientos de efectivos de la Guardia Nacional? ¿Dónde estaban los de la GN cuando los criminales tomaron el miércoles Zapopan, el jueves Juárez y el viernes Tijuana?

Concedamos que uno de los problemas de la Guardia Nacional es que todo mundo sabe que está inscrita en la Secretaría de Seguridad Ciudadana pero que en realidad reporta a la Sedena. Es decir, que el primer problema es que fue el propio gobierno el que contribuyó a generarle un reto de identidad a este cuerpo pues su cadena de mando siempre fue una simulación. Pero el integrarla de lleno a la Secretaría de la Defensa Nacional en qué cambiaría la percepción de que en los estados se limitan a hacer rondines más bien irrelevantes, que no se coordinan con gobiernos estatales, municipales y sus instancias civiles, y que no inciden en la prevención, y menos en la persecución, de los delitos.

Esa es la segunda, y quizá más importante, cuestión. Como bien expone en la revista Nexos de este mes Fernando Escalante, en una más de sus reflexiones sobre la violencia en México en estos sexenios, además de lanzar apoyos sociales y la creación de la Guardia Nacional, la duda central es sobre la estrategia anticrimen del actual gobierno: cuál es, qué metas tiene, cómo se mide, quién la ha visto.

Esta semana el presidente López Obrador invitó a parte de la prensa a atestiguar una reunión de seguridad de las que su gobierno tanto presume. Las notas al respecto cronican que se trató de una sesión en la que el mandatario es informado por parte de su gabinete de números y sucesos violentos. Es obvio que frente a la prensa ese día no se iba a dar un intercambio sustancial, uno que pusiera en riesgo operaciones en curso, el problema es que los reportes de los periodistas que tuvieron acceso en esta ocasión coinciden con testimonios de que al presidente se le informa, pero se desconoce qué hace con esos reportes o cómo los procesa. Cuando el mandatario va a los estados el ritual es igual, y la incertidumbre de para qué sirven esas reuniones informativas la misma.

AMLO ha padecido todo el sexenio de un problema de escala. Creyó, y por desgracia parece que sigue en ese tenor, que lo que hizo en el Distrito Federal cuando fue jefe de gobierno sirve a la hora de lidiar con todo el país. De esa forma creyó que podría instalar a nivel nacional la pirámide que tuvo en la capital para informarse de los hechos delictivos. Si en la ciudad tenía medio centenar de coordinaciones, entonces quiso dividir a México en cientos de ellas, y desde estas coordinaciones le serían reportadas las contingencias o los pormenores de la seguridad. En paralelo desplegaría una policía en todo el territorio, enorme en número y de probada honestidad por su origen castrense.

El país, por supuesto, es más complejo, no solo más grande, que la capital. Y sus problemas demandan un tiempo que el mandatario no parece estar dispuesto a dedicarle, ni a activar los mecanismos que de tiempo atrás las leyes contemplan para lidiar con la inseguridad.

Porque dos defectos evidentes del plan de seguridad (es un decir) es que el presidente obvió la condición federalista de la realidad mexicana, es decir desdeñó la colaboración interinstitucional, y el que la seguridad se ha de procurar también —o quizá sobre todo— con el reforzamiento de fiscalías, y ya no digamos con policías estatales y municipales.

Y es que el argumento de López Obrador de que ha instruido a reuniones regulares en los estados, entre las diferentes autoridades federales de justicia y sus pares a nivel estatal, no se sostiene porque algunos testimonios hablan de que en tales sesiones reina la desconfianza. Y que en no pocas ocasiones los uniformados actúan en el entendido de que su única obligación es con los mandos militares; y en el mejor de los casos esa colaboración depende de una situación no estructural —que el gobernante y el respectivo mando militar logren una buena química.

De forma que la discusión sobre la idoneidad de trasladar la Guardia Nacional a la milicia tropieza de inmediato con la falta de argumentos del gobierno sobre las ganancias que sociedad y otras instancias del Estado mexicano tendrían de darse ese trascendental paso. Más poder a los que no parecen haber hecho diferencia, y encima un poder que se sabrá ajeno a otros gobiernos e instituciones y a la sociedad.

Un tercer elemento que enrarece el debate es que sería un paso más, y uno nada menor, hacia la militarización no solo de la seguridad, sino de la vida nacional en demasiados aspectos. Las decenas de tareas que López Obrador ha dado a las fuerzas armadas, desde el manejo de aduanas hasta la construcción y manejo de obras de infraestructura y comunicaciones, hace palidecer la polémica y contraproducente decisión de Felipe Calderón de meter de lleno a los militares a las labores de seguridad, en 2006.

Esta misma semana el periódico Reforma publicaba que varios mandos del Ejército involucrados en el aeropuerto Felipe Ángeles quedarían a salvo de la obligación de todo funcionario público de revelar su situación patrimonial. La Suprema Corte, ni más ni menos, avaló esa regresiva situación. No estamos hablando de datos de mandos de la Sedena dedicados a la inteligencia militar, o de integrantes de cuerpos de élite abocados a operaciones en contra de terroristas o criminales de alto perfil. Cuando se abusa, como en este caso, del argumento de la seguridad nacional, las y los mexicanos ven probados sus peores temores: se está creando una nueva casta de funcionarios, con uniforme, que gozan de privilegios que nunca fueron discutidos en el Congreso o avalados en elecciones.

Con eso en mente hay que escuchar a gente como Catalina Pérez Correa, académica del CIDE, que en estos días en su cuenta de Twitter y en cuanto espacio mediático puede, recuerda a México que la ley que dio origen a la Guardia Nacional incluye la aprobación para que este cuerpo realice operaciones “encubiertas y de usuarios simulados”, requerir a “autoridades y a personas físicas o morales informes y documentos para fines de investigación”, “realizar acciones de vigilancia, identificación, monitoreo y rastreo en la red pública de internet” y espionaje: “recabar información en lugares públicos para evitar el fenómeno delictivo, mediante la utilización de medios e instrumentos que resulten necesarios para la generación de inteligencia preventiva”. Todo ese poder ahora sería para un cuerpo militar.

México tiene hoy una Guardia Nacional desplegada en todo su territorio. Se trata —en el papel— de un nuevo intento sexenal por dotar al país de una policía funcional. Los errores e insuficiencias que hasta hoy tiene o tuviera ese cuerpo policiaco deberían ser el punto de partida para que el Congreso retome su papel y le haga mejoras y correciones. Porque no es con un decreto como se modifica la Constitución, ni es con una decisión unipersonal, así sea la del presidente, como se ha de dar con la clave para devolver la seguridad a los mexicanos.

Si algo aprendió la afligida Ciudad Juárez hace tres lustros es que la militarización de la seguridad no es garantía y es incluso contraproducente —conlleva nuevos y graves abusos—. Y Juárez también nos dio la lección de que las soluciones que excluyen a la sociedad no son soluciones sino peligrosos palos al avispero.

La Guardia Nacional es nuestro nudo gordiano. El presidente López Obrador tiene una oportunidad de legar al país el embrión de un grupo policial que en el tiempo haga una diferencia y contribuya a la pacificación de México. La vía para eso es convocar a un nuevo esfuerzo interinstitucional en donde las fuerzas armadas sean solo un actor más del combate anticrimen. Y que sean un actor, como todos los demás, sujeto a reales controles democráticos.

Si por el contrario Andrés Manuel insiste en aislar a las fuerzas armadas de su obligación de rendir cuentas a los ciudadanos y a los representantes de estos, si aplica un decretazo para pervertir lo que fue una decisión soberana de la Unión, entonces estaría poniendo al país en un peligroso limbo, donde las fuerzas armadas actuarán sin atribuciones constitucionales, lo que paradójicamente las pondrá en una situación de futura vulnerabilidad, o se abstendrán de actuar por lo mismo, para no enfrentar las consecuencias de haber emprendido tareas fuera de la Constitución.

Si las fuerzas armadas eran en efecto talento ocioso en un país con urgente necesidad de cuadros capacitados y comprometidos, la única manera virtuosa de sumarlas a las tareas de gobierno es sin convertirlas en un poder aparte, en instituciones ajenas a los otros cuerpos de gobierno, con sus inherentes derechos, pero también con las obligaciones del caso.

No hay tiempo qué perder. El país está en llamas. A veces desde la enormidad de México solo vemos algo del humo que deja la violencia en alguna ciudad o pueblo, esta semana sin embargo vimos en demasiadas partes el fuego. Nos tienen rodeados. Lo sabíamos, mas ahora no podemos voltear a otro lado.

Por desgracia, la Guardia Nacional no es hoy la jaculatoria que los mexicanos invocan cuando ocurre el ataque de los narcos, de los extorsionadores, de los ladrones y los violadores. Para que así sea, para que México deje de ser el país donde todo mundo sabe que hay jefes de plaza, señores de los cielos y señoras del Pacífico, dueños y dueñas del terriotorio a cuya explosiva voluntad estamos sujetos, para que se invoque a la policía en vez de a los criminales, se requiere de tener una estrategia clara, interinstitucional, sujeta a controles ciudadanos extragobierno, y en ello no habría que desperdiciar el esfuerzo hasta hoy realizado por el gobierno para tener una Guardia Nacional. Inscribir a ésta en una dinámica de controles civiles es el primer paso para capitalizar lo invertido. Lo contrario es alimentar un monstruo que luego sería un problema agregado a la pesadilla mexicana.

De alguna manera, el sexenio de López Obrador comenzó con la toma de Culiacán, con la derrota del gobierno federal en esa ciudad frente a un cartel en octubre de 2019. Casi tres años después los criminales de nueva cuenta han logrado imponer condiciones a la Federación y a los estados. Si el gobierno de Andrés Manuel no entiende que debe sumar a todos para relanzar una estrategia anticrimen, que debe incorporar al Congreso y negociar con la oposición la mejor manera de fortalecer a la Guardia Nacional, si se abraza solo a las fuerzas armadas mientras margina a la sociedad, entonces las imágenes de los narcobloqueos, veremos en un futuro cercano, habrán marcado el ocaso del lopezobradorismo, devorado por el poderío de quienes disponen de vidas y bienes, de criminales a quienes decir Guardia Nacional cuando mucho hoy les provoca un “uy qué miedo”.

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