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Autocrítica y populismo

Podemos instrumentalizar el discurso contra los políticos y vender una solución facilona que acaba en más hartazgo y desencanto. O podemos asumir que su mala imagen es una realidad que hay que afrontar

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, en el Congreso.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, en el Congreso.Luis Sevillano
Ricardo Dudda

En una reciente columna en estas páginas, el politólogo Fernando Vallespín da dos lecciones importantes sobre la política contemporánea. La primera: “Los partidos no son escuelas de liderazgo, sino de supervivencia, o la instancia imprescindible para ir medrando en las escalas de poder. Y esto vale tanto para quienes entraron en ellos por compromiso sincero con sus fines, como para los más instrumentalistas. Al final, las lógicas del sistema siempre acaban fagocitando al sujeto”. La segunda: “Buen político es quien además de buen gestor es buen dissimulatore”. La primera lección señala el problema de los incentivos perversos en nuestro sistema político. Los partidos políticos son agencias de relaciones públicas que se dedican al control de daños, es decir, a evitar que sus miembros tengan que ver la luz del sol de la opinión pública, donde pueden ser fiscalizados brutalmente. Esta lógica, más centrada en la imagen que en el producto, no es nueva, pero es la lógica de nuestra época, también en el sector privado: la nueva economía vende intangibles (experiencias), está muy financiarizada y su principal labor es el marketing y la protección de la reputación de marca.

Y aquí es donde entra la segunda cuestión que señala Vallespín: el buen político es el que tiene hambre de poder y ambición, pero es capaz de ocultarlo. Si no lo consigue, no es solo su culpa: su labor está sometida a una hiperexposición que casi impide cualquier trabajo que no sea el control constante de la imagen de marca. Pero también tenemos unos políticos cuyas ambiciones son demasiado transparentes, algo que aliena a sus votantes. Si los votantes penalizan la división en los partidos es porque transparenta demasiado la ambición de poder. En España hemos vivido esto recientemente durante la crisis del PP que desbancó a Pablo Casado, que fue una disputa que ni siquiera se intentó ocultar como una batalla de ideas y convicciones: fue una guerra desnuda por el poder. Pero también lo vemos constantemente en el Gobierno de coalición, entre el PSOE y Unidas Podemos (aunque ahí sí que hay una brecha ideológica más clara).

Siendo conscientes de estos incentivos, sorprende la reacción histérica de una parte de la opinión pública sobre las palabras del cómico Ángel Martín, que en un vídeo dijo estar harto de los políticos. Es una generalización, y es innegable que ese tipo de generalizaciones, en su versión más radical, allanan el camino hacia el populismo: todos son iguales, que se vayan todos, etc.

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Al mismo tiempo, es una crítica legítima e importante a pesar de su poca sofisticación. Porque el hartazgo normalmente no se transmite por cauces sofisticados. Y, además, es una opinión muy compartida. Otra cosa muy diferente es lo que hagamos con eso: podemos instrumentalizar ese discurso y vender un solucionismo populista que acaba en más hartazgo y desencanto. O podemos hacer autocrítica y asumir que es una realidad que hay que afrontar: lo que realmente fomenta el populismo es el alejamiento de los representantes de sus representados.

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