¡Exclusiva!

A diferencia de otros parroquianos, abducidos como yo por el móvil, él miraba al infinito y, a ratos, escribía cosas en una libretilla de esas como de apuntar la cita con el médico para que no se te olvide

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Lo veía de vez en cuando, solo, serio, dándole coba al cafelito matutino en la única mesa con sol del bar donde también yo me chuto la primera dosis de cafeína, y lo maldecía bajito por haberme quitado el mejor sitio. Era un señor mayor como tantos, instalado en esa edad en la que más brillan los ancianos a los que la enfermedad perdona, si alguien se molestara en mirarlos. Pero él era distinto. A diferencia de otros parroquianos, abducidos como yo por el móvil, él miraba al infinito y, a ratos, escribía cosas en una libretilla de esas como de apuntar la cita con el médico para que no se te ol...

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Lo veía de vez en cuando, solo, serio, dándole coba al cafelito matutino en la única mesa con sol del bar donde también yo me chuto la primera dosis de cafeína, y lo maldecía bajito por haberme quitado el mejor sitio. Era un señor mayor como tantos, instalado en esa edad en la que más brillan los ancianos a los que la enfermedad perdona, si alguien se molestara en mirarlos. Pero él era distinto. A diferencia de otros parroquianos, abducidos como yo por el móvil, él miraba al infinito y, a ratos, escribía cosas en una libretilla de esas como de apuntar la cita con el médico para que no se te olvide. Alguna vez cruzamos las miradas y, entonces, bajaba yo la mía como pillada en falta por invadir la intimidad ajena. Me picaba la curiosidad, claro, pero el prurito me duraba lo que tardaba en ventilarme el café con leche hirviendo, meterme en la vorágine diaria y olvidarme del viejo hasta la próxima, como se relega lo importante por lo urgente hasta que no tiene remedio. Hasta hoy mismo.

Hoy he sido yo quien ha pillado la mesa del sol y, engolfada con el móvil, no he visto llegar al escriba hasta tenerlo encima. No sé cómo ni por qué, me ha llamado por mi nombre, me ha pedido perdón por su atrevimiento y sus faltas de ortografía, y me ha pedido por favor que leyera sus letras y le dijera, sin compromiso, si merecían la pena. Mira, me temblaba el pulso como si me hubiera dado a leer en primicia la charla de Juan Carlos I y Felipe VI en La Zarzuela. La libretilla no era nada del otro mundo, por supuesto, sino de este. Apuntes de soledades, nostalgias, amigos muertos e ilusiones perdidas, sí. Pero también un emocionantísimo grito de ansias de vida y compañía escrito con la economía de medios de quien aprovecha el papel y la tinta a la micra. En la tele del bar, periodistas aburridos comentaban la enésima escenita bufa de cuñados de la patria atizándose fuerte en la sesión de control al Gobierno. Me dieron penita. Lo siento, colegas, pero la exclusiva de hoy es la mía.

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