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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

19 niños y dos profesoras

Estados Unidos transpira impotencia política ante la nueva masacre en una escuela

Tiroteo en Texas
Los visitantes frente a un memorial improvisado frente al letrero de la escuela primaria Robb, en Uvalde, Texas, luego del tiroteo del martes pasado.Mónica González Islas
El País

Sobre las 11.30 del martes, un hombre de 18 años recién cumplidos entró armado con un fusil de asalto y una pistola en una escuela primaria de Uvalde, un pueblo del sur de Texas. Llegó allí después de pegarle un tiro a su abuela, con la que vivía. Asesinó a tiros a 19 niños y a dos profesoras. Las primeras víctimas identificadas tenían 10 años. Los menores y sus familias acababan de celebrar el fin de curso con una entrega de diplomas.

No deberían hacer falta discursos emotivos, debates constitucionales o análisis sobre los problemas mentales o la drogadicción para saber por qué volvió la atrocidad al país. La cuestión esencial es que el acceso libre a las armas de fuego en Estados Unidos convierte un insignificante episodio violento en una potencial tragedia, y permite a cualquiera desatar escenas propias de países en guerra en su ciudad. La sensación de horror y sinsentido se multiplica cuando las víctimas son niños. Pero solo 10 días antes del suceso, otro perturbado radicalizado por internet sobre teorías racistas paranoicas entró en un supermercado de Búfalo (Nueva York) y mató a tiros a 10 personas de raza negra. Iba armado con un fusil de asalto y quería, sencillamente, matar negros.

En Estados Unidos hay más de 300 millones de armas en circulación. Según la organización Gun Violence Archive, este año han muerto más de 7.600 personas a tiros (excluyendo suicidios), entre ellos más de 600 menores. Los asesinatos masivos dan la vuelta al mundo, pero la silenciosa carnicería cotidiana se produce en el ámbito doméstico, en delitos callejeros o en encuentros con la policía. En 2020, se contabilizaron más de 19.000 muertes por arma de fuego y se vendieron 21 millones de armas.

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Una intrincada y antigua red de intereses entre la industria de las armas y la política impide cualquier reforma de calado de las leyes: es la expresión de la impotencia política ante la previsibilidad de nuevas masacres. El lobby armamentístico se identifica sin rebozo con el Partido Republicano, pero los demócratas tampoco se han atrevido históricamente a abordar la cuestión, que es transversal en ciertos niveles de votantes, especialmente en el ámbito rural. La polarización de EE UU en este siglo no ha hecho sino agudizar esta dinámica perversa. Una amarga melancolía impregnaba las palabras de Joe Biden cuando meditaba ante las cámaras: “Perder un hijo es como si te arrancaran una parte del alma. Hay un vacío en tu pecho que sientes que te va a engullir y nunca vas a poder salir”, dijo un presidente que ha perdido dos hijos. Y añadió: “En nombre de Dios, ¿cuándo vamos a plantarle cara al lobby de las armas?”. Una ley para exigir algo tan básico como la comprobación de antecedentes lleva dos años atascada en el Senado porque no hay 60 votos que permitan siquiera tramitarla. Tampoco Biden puede regular por decreto algo que afecta a cuestiones constitucionales.

La de Uvalde es la segunda peor matanza en un colegio desde la de Sandy Hook, en Newtown (Connecticut), hace una década. Allí murieron 20 niños de seis y siete años, más seis adultos. Desde el discurso que pronunció entonces Barack Obama, conteniendo las lágrimas, se han registrado más de 900 ataques a tiros en colegios. Hoy hay conmoción en EE UU, pero ningún movimiento político significativo que impida que en poco tiempo volvamos a estar ante un nuevo tiroteo que tapará el recuerdo de Uvalde, y el ritual macabro volverá a empezar ante el fracaso de la regulación de las armas en Estados Unidos.

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