_
_
_
_
_
tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Para votar en serio

La democracia no está amenazada por la maldad de los malísimos populistas neonazis tardocruzados anarcoterroristas: su amenaza viene de sí misma

Elecciones Andalucia 2022
Imagen de archivo de una mesa de votación electoral.EUROPA PRESS (Europa Press)
Martín Caparrós

La democracia sufre: en todo el mundo la democracia sufre. Cada vez menos ciudadanos participan en sus elecciones; cada vez más ciudadanos declaran que les importan poco. Entonces los demócratas culpan a las ilusiones populistas, las simplificaciones, las razones del corazón y demás trabalenguas. No suelen pensar que, en buena parte del mundo, la democracia es el sistema bajo el cual millones pasan hambre, más millones no viven como deberían, y no tienen por qué responder a un sistema que no responde a sus necesidades. No suelen pensar que hay millones que no sienten que sus gobiernos los representen, porque no los representan. La democracia se justifica en esa representación: si no lo hace, su base se desarma.

La democracia no está amenazada por la maldad de los malísimos populistas neonazis tardocruzados anarcoterroristas: su amenaza viene de sí misma. De su incapacidad para convocar a los ciudadanos que dice representar, de su insolvencia para cumplir sus menguadas promesas. No es difícil: la mayoría las ignora. Y así cada vez votan menos: si acaso dos tercios de los que podrían. En Estados Unidos, ejemplo del sistema, hace tiempo que la mitad no vota.

Sabemos cómo suele ser: dos o tres partidos políticos dominantes instalan a un jefe/candidato, lo promueven como pueden y, en “la campaña”, lo hacen hablar y debatir unas poquitas veces, con frases almibaradas cristalizadas diseñadas por equipos de diseñadores de frases caramelo. E inundan las calles y pantallas de fotos y más frases y los ciudadanos, llegado el día de marras, deben elegir entre unos personajes de los que saben poco y, sobre todo: de cuyos planes concretos saben, habitualmente, casi nada.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Sí, algunos ciudadanos se informan y piensan y sopesan, aun sabiendo que entre lo que un partido ofrece en su campaña y lo que hace después media un abismo. Pero la mayoría vota por una identificación más simple —es mi partido, es el partido de los míos, es católico como yo, está cabreado como yo, es mujer, es guapo y alto, parece decente— y así se forman los gobiernos. Y así merecen el desdén o el desinterés de gran parte de esos ciudadanos que supuestamente representan.

Está claro que votar es un derecho básico, ganado en siglos de peleas. Pero también debería ser un deber ganarse ese derecho cada vez. Si votar es decidir cómo va a vivir una comunidad, para tener el derecho de hacerlo cada individuo de esa comunidad debería hacer el esfuerzo de informarse, pensar y discutir cuáles serían las mejores formas.

Yo imaginé, hace tiempo, una manera: que, al votar, cada ciudadano debiera responder, en la misma papeleta, una docena de preguntas —tipo multiple choice— sobre los programas de los partidos en pugna. Es fácil de hacer y procesar, sería una boleta tipo 1X2. Y los votos que no incluyesen un mínimo de respuestas correctas serían anulados, sobre la base de que el derecho de votar supone el deber de saber qué se vota.

Así, los ciudadanos que no quieran botar su voto deberían averiguar qué les proponen los partidos. Y los partidos, en lugar de buscar caras bonitas que lancen chascarrillos o improperios, tendrían que explicar qué es lo que ofrecen: sabrían que si no lo hacen los votos de sus votantes no valdrían. (Al final se podría incluso computar qué programas provocan más respuestas erradas y sancionar —¿moralmente?— a los partidos que se explican peor).

Ir a votar sería un poco más difícil. Quizás, para que la dificultad no sea disuasoria, convendría hacerlo obligatorio. O incluso pagado, como en la vieja Atenas: que los ciudadanos por debajo de ciertos ingresos cobraran por ejemplo 50 euros por voto válido, lo cual les daría tiempo para estudiarse las propuestas. Eso en España podría costar unos 400 millones: ¿es un exceso gastarlos cada tres o cuatro años para mejorar la democracia y todos sus efectos?

Algunos dicen que sería un voto calificado. Yo digo que es una manera de calificar el voto: de darle su valor. La perversión del viejo voto calificado era que lo calificaban la riqueza y el género; primero solo votaban los hombres ricos, después solo los hombres. Aquí, si acaso, lo que lo califica es el entusiasmo y el esfuerzo: las ganas necesarias para votar en serio, o al menos más en serio.

La democracia fue una conquista ardua: ahora es un engorro, un modo de evitar males peores. A veces parece que creyéramos que debería ser siempre como es: que, a diferencia de todo lo demás, no debe ni puede ser perfeccionada. Pero precisa recuperar su mística, y su mística siempre consistió en su promesa de que, gracias a ella, todos podrían intervenir en el gobierno de la cosa pública. Si todos se informan, todos pueden exigir. Una democracia con examen debería también ser puesta a examen: que los ciudadanos puedan reclamar a sus gobiernos sus promesas concretas en plazos concretos, que haya mecanismos de intervención para apurarlos y, eventualmente, desalojarlos si no hacen lo que habían prometido.

Parece una tontería. También lo parecía, en tiempos de mi abuela, que votaran las mujeres.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_