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Columna
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Perorata del viejo chequista

Putin cree en la sagrada y eterna nación rusa como solo se cree en Dios todopoderoso. Ucrania, en cambio, es una perversa creación artificial del bolchevismo

Vladimir Putin
Vladimir Putin firma el decreto en el que reconoce la independencia de Donetsk y Lugansk.Kremlin (Europa Press)
Lluís Bassets

El fondo reaccionario y ultraderechista, digno de Vox y de Éric Zemmour, que sorprende tanto a ciertas izquierdas europeas, emergió del torrente verbal como sucede con los escombros después del temporal. Lenin y los bolcheviques, cosmopolitas e internacionalistas aferrados al poder, son los remotos culpables. Vendieron a la Santa Rusia en 1918 en el primer pacto germano-soviético, el Tratado de Brest-Litovsk, cuando la patria del proletariado lo entregó todo a Alemania —Ucrania, Finlandia, Lituania…— para preservar la chispa revolucionaria.

Para Vladímir Putin fue una tarde de gloria. Primero con su interrogatorio implacable a los miembros del Consejo de Defensa, notablemente a Nikolai Platinovich, el jefe de sus agentes secretos en el exterior, humillado ante sus pares y obligado a corregir sus propósitos como solo se hace ante el mariscal de los espías. Luego con el cuñadismo imperial de su largo soliloquio sobre los más falsos avatares de la historia, que le sirvieron para avanzar un paso más en la lenta pero implacable operación de invadir y despiezar a Ucrania.

Fue la perorata de un viejo chequista, acodado a la barra de bar de su despacho del Kremlin. Y hubo para todos. Incluso para su admirado Stalin, el zar soviético que venció a Hitler y como tal fue venerado como divinidad del antifascismo. Como el mejor de los zares, ensanchó el imperio hasta los confines de Alemania, y en 1945 obtuvo en Yalta esa añorada hegemonía sobre media Europa que perdieron sus últimos sucesores y ahora Putin pretende recuperar. Lástima que fuera un régimen totalitario y enriqueciera también a Ucrania con territorios que habían pertenecido a Polonia, Rumanía y Hungría. Tampoco faltó el obligado reproche a Nikita Jruschov, que regaló Crimea, culminando así la construcción, perversa a ojos de Putin, de la Ucrania moderna y soberana que declaró su independencia en 1991.

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Despojado de sus hábitos comunistas, el exteniente coronel del KGB soviético cree en la sagrada y eterna nación rusa como solo se cree en Dios todopoderoso. Ucrania, en cambio, es una perversa creación artificial del bolchevismo, nacida al calor del principio aberrante de autodeterminación de los pueblos, al servicio de los intereses espurios, y la bomba de relojería fundacional que terminó con la Unión Soviética y amenaza ahora a la Rusia imperial.

El viejo chequista y hábil interrogador advierte a quienes derriban estatuas de Lenin porque quieren descomunistizar el país que no se dejen la tarea en la mitad. Él sabe muy bien como terminar de verdad con el comunismo en Ucrania, un país al que niega su existencia como nación, lo declara estado fallido al servicio del extranjero y le tiene por una amenaza para la seguridad de Moscú. Hasta el punto de exhibir la guerra preventiva, como Bush en Irak, para evitar un ataque nuclear.

El viejo chequista despotricador ya no invoca a Lenin pero solo le falta la explícita oración al Señor de los Ejércitos para igualarse a los más conspicuos y autoritarios caudillos por la gracia de Dios.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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