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columna
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La mala representación

Nuestra época se caracteriza por la incapacidad de los partidos de plantear debates en torno a ideas y proyectos políticos y por la vacuidad de unos liderazgos construidos para Instagram

Ilustración Máriam 20.02.22
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Los partidos no son ya lugares de reflexión para articular propuestas políticas. Esa actividad se desarrolla más en los think tanks, pero no están dirigidos a la acción política real. Es el diagnóstico pesimista de la socióloga Dominique Schnapper, quien alerta de la descomposición de los partidos tradicionales y del surgimiento paralelo de plataformas al estilo Macron, asociadas a una persona carismática o a un movimiento, por lo general de insatisfacción, pero sin ningún espíritu intelectual orientado políticamente. El daño que la descomposición de los partidos está generando, por ejemplo, en la democracia estadounidense, es paradigmático: un sistema en larga caída libre y que seguramente lo incapacita para monitorear los asuntos de política internacional. El efecto lo vemos en su Corte Suprema, convertida hoy en una maquinaria de guerra ultra por la acción impúdica de un Partido Republicano que subasta sus principios por puro afán de poder.

Mientras los políticos se alejan de la sociedad para ser hombres y mujeres de aparato, burócratas del poder; mientras su realidad se reduce a ridículas guerras intestinas; mientras pierden la capacidad para mirar fuera y traducir a su electorado la complejidad de los cambios que se avecinan, si es que siquiera los ven, la sociedad encuentra otras formas de canalizar y visibilizar esta atmósfera generalizada de desencanto político. Por eso han sido esenciales las movilizaciones del #BlackLivesMatter, el #Metoo o el #FridaysForFuture, porque nos alertan sobre problemas sistémicos de violencia racial o sexual, sobre la angustia creciente de muchos jóvenes ante el inevitable advenimiento del nuevo régimen climático.

En España, nuestro particular laboratorio de cambios se ha presentado de forma esperpéntica esta semana, con las elecciones de Castilla y León y con la implosión de un PP que reserva a los suyos un lenguaje digno de los Corleone. Mientras, Vox crece haciendo nacionalismo con las “regiones que no importan” y la izquierda se diluye en mil taifas localistas que acaso sean nuestros chalecos amarillos. La sensación de no contar contribuye a su articulación, pero también el comportamiento de quienes convierten el Congreso, la casa de todos, en mera cámara territorial. Sucede cuando la negociación presupuestaria no se aborda en términos de bien común, de gestión equitativa de los fondos europeos, no digamos ya de los intereses generales de España, sino como un bazar donde todos barren para casa, pidiendo apoyo a lenguas cooficiales… ¡en Netflix! Será constitucional, legítimo incluso, pero este cambalache nada tiene que ver con identificar problemas generales o soluciones a los muchos problemas del país. La era de la mala representación se caracteriza por la incapacidad de los partidos de plantear debates en torno a ideas y proyectos políticos, por la vacuidad de unos liderazgos construidos para Instagram. Aunque a veces, eso sí, el vuelo de puñales nos mantenga la mar de distraídos.

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