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tribuna
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Políticas rápidas y baratas contra la prostitución

Cualquier intento de combatir esta actividad cuando es forzosa debe dirigirse, en primer lugar, hacia las leyes de extranjería y las políticas migratorias. Además, deben darse a las mujeres más opciones para poder elegir

Tribuna Clara Serra 17/11
CINTA ARRIBAS
Clara Serra

El debate sobre la prostitución, durante mucho tiempo circunscrito a los ámbitos más militantes del feminismo, vuelve a estar sobre la mesa. La propuesta del Gobierno de coalición —que, entre otras cosas, consiste en ampliar el delito de proxenetismo y recuperar la figura penal de la tercería locativa— está siendo contestada por distintos colectivos de trabajadoras sexuales. Señalan que esta manera de legislar implicará una criminalización de su propia actividad y las abocará a condiciones de mayor invisibilidad, clandestinidad, desprotección institucional y vulnerabilidad. La figura de la tercería locativa, defendida por sus proponentes como una herramienta penal para castigar a los proxenetas, ya ha demostrado en otros países efectos nefastos; vuelve delictiva la conducta de quien alquila una habitación o un piso en el que se pudiera ejercer la prostitución (lo que dificulta el acceso de las mujeres a la vivienda) y criminaliza tanto a un posible arrendador como a las propias prostitutas, muchas de las cuales conviven y comparten piso. Este tipo de medidas ha supuesto que sean las mujeres y sus entornos familiares o personales —compañeras, parejas o hijos— quienes acaben perseguidos por el sistema penal. En esta línea, una parte de la izquierda parlamentaria —Bildu, ERC, la CUP y En Comú Podem— ya ha mostrado su desacuerdo con este abordaje que comparten tanto el PSOE como Podemos y han criticado el enfoque punitivo que recorre la ley de libertades sexuales en algunos de sus puntos. El propio Sánchez, en el Congreso del partido socialista, prometió abolir la prostitución, y, de hecho, “antes de que acabe la legislatura”. El presidente del Gobierno nos garantiza acabar con la prostitución y hacerlo, además, pasado mañana, a través de rápidas reformas penales.

Cualquier intento de combatir la trata o la prostitución forzosa debe dirigirse, en primer lugar, hacia las leyes de extranjería y las políticas migratorias de nuestros Estados, que son las que justamente ponen en marcha la maquinaria del negocio del tráfico y la explotación sexual y laboral de muchas personas migrantes. Son las propias leyes vigentes en el Estado español las que a día de hoy condicionan la ayuda a las víctimas de trata a su colaboración policial bajo amenaza de ser expulsadas, lo que convierte a nuestras propias instituciones no en un lugar de protección y ayuda para las mujeres, sino en un peligro del que esconderse.

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Por otra parte, remover los obstáculos que, sin duda, forman parte del contexto en el que algunas mujeres optan por el trabajo sexual —muchas de ellas ante la ausencia de otras opciones que preferirían— es un objetivo feminista. Pero eso nos compromete con la tarea de ampliar el margen de elección de las mujeres —con más opciones laborales reales, más autonomía económica y más (¡no menos!) derechos sociales—. Se trata de dar a las mujeres más opciones para poder elegir, no de decretar por ley la invalidez de su elección y su consentimiento. La primera perspectiva entiende que las mujeres viven en un mundo en el que su libertad está limitada y nos obliga a trabajar en él para ampliarla, la segunda opción hace descansar una parte fundamental del problema en las propias mujeres, que no saben lo que quieren. La primera implica fortalecer el Estado de bienestar y los derechos, la segunda es muy barata.

Existe hoy un debate global acerca del lugar que ocupa la política penal en la construcción de la ciudadanía en el siglo XXI. El sociólogo Loïc Wacquant es uno de los principales referentes de una reflexión crítica sobre el actual avance de los sistemas de castigo en las democracias liberales. Su tesis es que la expansión del sistema penal es una característica esencial de la actual fase del neoliberalismo. Ante el retraimiento del Estado de bienestar y los sistemas de protección social y el aumento de la incertidumbre y la inseguridad, los Estados prometen la paz y el orden a través del endurecimiento de los sistemas de castigo, sistemas que, a su vez, se están dirigiendo contra las poblaciones más pobres y más vulnerables. En Estados Unidos diversos teóricos y teóricas provenientes de los estudios legales críticos y el antirracismo llevan años poniendo sobre la mesa la necesidad de reflexionar sobre el avance del sistema carcelario. No señalan solo la agenda de Trump, sino también a las políticas que en las últimas décadas ha puesto en marcha el neoliberalismo progresista, a menudo en nombre del feminismo y las políticas LGTBI. Ni Europa ni el Estado español son una excepción a esta regla. Como dice Ignacio González Sánchez en Neoliberalismo y castigo (Bellaterra, 2021), “hoy tenemos más policías y más personas presas que hace cincuenta años, y un Código penal más duro que el vigente cuando Franco murió”.

La tímida reforma de la ley mordaza que Sánchez prometió derogar es un síntoma preocupante. Como lo es, por ejemplo, que el partido más a la izquierda del Gobierno considere una buena idea legitimar a empresas privadas en la gestión de nuestros derechos fundamentales y darles carta blanca para eliminar por sí mismos contenidos y celebrar que las garantías judiciales sean sustituidas por una política de empresa de Mark Zuckerberg. Llevamos tiempo asistiendo a una mutación por la cual las izquierdas han dejado de apostar decididamente por el debate público, los derechos políticos y las libertades de expresión para entregarles a las derechas la posibilidad de explotar ese campo.

Es evidente cuál es la agenda de las ultraderechas en relación con el papel del derecho penal y las propuestas punitivas. La pregunta es cuál es la de las izquierdas. En este sentido es necesario que abramos en nuestro país un debate crítico acerca del papel que ciertas políticas feministas contemporáneas tienen en relación con este giro punitivo actual de los sistemas neoliberales. Aya Gruber, penalista americana, ha escrito recientemente The Feminist War On Crime: The Unexpected Role of Women’s Liberation in Mass Incarceration (U.C. Press 2020) para denunciar el problemático papel de las políticas contra la violación norteamericanas en el aumento de la política carcelaria de Estados Unidos. Junto a Gruber, otras feministas actuales, como la profesora de Harvard Janet Halley, señalan que una parte del feminismo se está volcando en la defensa de leyes contra la violencia sexual que “están criminalizando como primer y no como último recurso para lograr el cambio social” (Janet Halley, 2015). La propuesta de ley de libertades sexuales del Gobierno está influenciada por esos avances legislativos implementados las últimas décadas en Estados Unidos y en el contexto anglosajón. Al igual que esas doctrinas penales, incorpora una preocupante renuncia por las políticas sociales y económicas que en otro tiempo fueron la agenda irrenunciable de las izquierdas y las sustituye por promesas de paz y seguridad a través del derecho penal. Debe ser, por tanto, una ocasión para abrir un debate en profundidad y para pensar críticamente uno de los temas de nuestro tiempo: qué usos y abusos de la política penal están haciendo las izquierdas y los feminismos y cuál es su significado y sus consecuencias en nuestra época actual.

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