No hay ahora mismo relación sexual alguna

No nos dicen la verdad: nos la dan a entender, expresión terrible porque significa que uno no se responsabiliza de lo que dice, y si algo sabemos de las palabras es que no se pronuncian solas

Monica Lewinsky y Bill Clinton en la Casa Blanca, en una fotografía tomada a mediados de los años noventa.

Lo que pasó a la historia del escándalo Lewinsky fue la justificación que dio Bill Clinton de su famosa mentira “nunca he tenido relaciones sexuales con Mónica Lewinsky” cuando se ciñó a su particular descripción de esas relaciones: él “no entró en co...

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Lo que pasó a la historia del escándalo Lewinsky fue la justificación que dio Bill Clinton de su famosa mentira “nunca he tenido relaciones sexuales con Mónica Lewinsky” cuando se ciñó a su particular descripción de esas relaciones: él “no entró en contacto” con partes del cuerpo de ella tales como “genitales, ano, ingle, senos, cara interna del muslo o nalgas”, por lo que “no tuvo intención de satisfacer o despertar el deseo sexual de nadie”. Eso sí, recibió sexo oral; es decir, poco menos que el presidente de Estados Unidos había tropezado desnudo con una becaria de 22 años arrodillada en ese momento en el Despacho Oval. No era un caso para la justicia sino para Marie Kondo.

Este punto de la defensa legal de Clinton solapó el verdaderamente interesante, cuando en el programa NewsHour, y antes de que apareciesen pruebas contra él, le dijo al presentador Jim Lehrer: “No hay relación sexual alguna [con Mónica Lewinsky]”. Tras demostrarse que sí, la defensa de Clinton aclaró que el presidente había dicho la verdad: utilizó el verbo “hay”, y en esa época él ya no se veía con Lewinsky. Y si la estuviese viendo, el “no hay relación sexual alguna” se habría referido a ese momento exacto, ya que Clinton no estaba manteniendo relaciones sexuales con Mónica Lewinsky en el plató delante de Jim Lehrer.

Clinton mintió utilizando una verdad. Daba a entender algo que no era cierto. En inglés a esto se le llama paltering; en España lo más cercano, pero no exacto, sería engatusar. Explica esto último Victoria Pradilla, que ha traducido para Capitán Swing un ensayo importante para periodistas y políticos y quienes quieran defenderse de ellos, Bullshit: Contra la charlatanería, escrito por Carl T. Bergstrom y Jevin D. West. En él diseccionan aspectos muy actuales de la discusión pública. Uno de ellos es la llamada implicación pragmática, que es utilizar una frase para que tenga un significado concreto, no el literal.

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Hay un uso normal de la implicación pragmática por el que fallecen a diario en las redes decenas de personas a las que no se les ve más allá de la literalidad de la frase; hay otro uso, más vicioso, que permite engañar sin pillarnos los dedos. Como cuando se dice, pongo un ejemplo del libro, “John no se chuta cuando está trabajando”, sugiriendo que es drogadicto. Se ha dado un caso reciente en la prensa española, cuando el diario The Objective publicó que un exministro hacía “fiestas con mujeres” y dejaba las habitaciones “con restos de todo”. ¿Quién no hace fiestas con mujeres? ¿Quién no deja en una habitación de hotel restos de algo? Se trata de un ejemplo paradigmático. Varias fuentes han contado que un hombre relevante hacía fiestas con prostitutas y drogas; ¿por qué tendría un periódico, cuyo trabajo es buscar y contar la verdad, que rebajarla cuando la encuentra? Porque al contarla tiene que probarla; al deslizarla, no.

Sobre la verdad y sus confines, precisamente, acaba de publicar Arcadi Espada en Península un libro bien interesante que contiene esta afirmación: “La verdad es un bien público indispensable y como tal debe regularse”. El caso es que nosotros no sabemos si John o el exministro se drogan fuera del trabajo (ni siquiera tenemos claro, si lo hacen con su dinero, si nos importa); a lo mejor es verdad, a lo mejor no lo es. No nos han dicho la verdad: nos la han dado a entender, expresión terrible porque significa que uno no se responsabiliza de lo que dice, y si algo sabemos de las palabras es que no se pronuncian solas. Bergstrom y West denuncian precisamente eso: la utilización, muy a menudo, de la brecha que hay entre el sentido literal de una oración y lo que ella implica.

El John que no se chuta cuando está trabajando puede ir a los tribunales a defender su honor, ¿pero de qué manera? El acusado ha dicho la verdad, y John quizá no quiera que se hable durante días, en un juicio y en los periódicos, de si se droga o no fuera del trabajo; del mismo modo, ¿qué dirá el exministro en un hipotético juicio?, ¿que hace fiestas únicamente con hombres?, ¿que antes de salir de una habitación barre el suelo? Sabe perfectamente de qué se le acusa, pero no tiene ni idea de qué defenderse.

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