La criminalización de la enfermedad mental
Más del 90% de las personas con trastornos mentales nunca cometen actos violentos. Los datos no justifican la privación de libertad permanente. Es precisa una reevaluación y considerar más terapias que la medicación
La médico Noelia de Mingo ha regresado a los titulares esta últimas semanas al ser detenida tras apuñalar presuntamente a dos personas. Ya había sido detenida en 2003 al acabar con la vida de tres personas durante un brote psicótico. Un caso como este hace resurgir dos debates: el de la relación entre la enfermedad mental y la violencia, y el de la fiabilidad de las predicciones sobre peligrosidad.
El primero ya no debería ser un debate. Solo entre el 3% y el 5% de la violencia en la sociedad se puede asociar a la enfermedad mental. La gran mayoría de las personas con trastornos mentales (más del 90%) nunca cometen ningún acto violento. ¿Significa esto que la relación entre enfermedad mental y violencia es irrelevante o inexistente? No, pero no podemos hablar de diagnósticos específicos, sino más bien de síntomas y de factores de riesgo. Los delirios paranoides pueden llevar a algunas personas a pensar que su vida está en peligro y a actuar de forma violenta en consecuencia. Es lo que se ha llamado la “racionalidad dentro de la irracionalidad”. Las alucinaciones auditivas de tipo imperativo, es decir, aquellas que dan órdenes, también pueden desencadenar actos violentos. Pero la mayoría de personas con estos síntomas no son violentas, y muchos de los que son violentos una vez no lo son nunca más. La evidencia recabada a lo largo de más de medio siglo así lo demuestra. Por eso es importante tener en cuenta otros factores de riesgo, como la falta de adherencia o respuesta al tratamiento, la ira, o el abuso de sustancias.
En 1959, Johnie Baxtrom, un hombre diagnosticado con esquizofrenia, fue detenido por una agresión. Al cumplir su sentencia, un psiquiatra determinó que debía ser trasladado a un hospital penitenciario en lugar de ser puesto en libertad, presuponiendo que su diagnóstico le convertía en alguien peligroso. Baxtrom apeló esta decisión y el caso llego hasta la corte Suprema de Nueva York, que decidió que la prolongación de la privación de libertad violaba sus derechos constitucionales. Como resultado, 175 personas en la misma situación (consideradas peligrosas y con un trastorno mental grave) fueron puestas en libertad y volvieron a sus comunidades. De estos, solo dos fueron arrestados de nuevo por delitos violentos. Este caso (Baxtrom v. Herold, 1966), que resultó ser un experimento natural, además de confirmar la débil relación entre la enfermedad mental y la violencia, atañe al segundo debate: la fiabilidad de los profesionales en los pronósticos de peligrosidad criminal. En los presos excarcelados en el caso Baxtrom, los expertos solo acertaron en un 3,5% de los casos, una tasa de error inaceptable. Pero esta ya no es la situación actual. La investigación ha avanzado mucho en las últimas décadas. El consenso científico es que cuando estas evaluaciones para determinar la valoración de riesgo se realizan utilizando instrumentos específicos basados en la evidencia empírica, las predicciones tienen unos niveles de precisión de moderado a alto. Pero todos los pronósticos sobre el comportamiento tienen un margen de error.
Ni los datos sobre enfermedad mental y violencia, ni este margen de error justifican la privación de libertad permanente para las personas con enfermedad mental, incluso aquellas que ya han sido violentas. Lo contrario sería la criminalización de la enfermedad mental, que se ha producido en muchos países, pero especialmente en EE UU. Esta estigmatización no solo ha tenido efectos perniciosos en las personas que la sufren, sino que además no ha mejorado la seguridad pública.
La pregunta es qué hacer con ese porcentaje pequeño de personas que sí cometen delitos violentos como resultado directo de síntomas psiquiátricos. En primer lugar, es importante recordar que los niveles de riesgo son dinámicos. Pueden variar a lo largo del tiempo, a veces en periodos muy cortos. Por ejemplo, la medicación psicotrópica puede dejar de funcionar por razones que no conocemos muy bien y el estrés situacional también puede provocar el renacimiento de algunos síntomas. Por esto, es necesario reevaluar el riesgo con supervisión judicial de manera muy regular y, en según que casos, de por vida. En segundo lugar, la medicación no es la única opción de tratamiento que existe para el trastorno mental grave. Los delirios paranoides son los que directamente provocan la violencia, pero la temática de los delirios, lo que los desencadena, o la interpretación que hace cada persona de esas creencias persecutorias pueden ser susceptibles a la intervención psicoterapéutica.
Durante un periodo largo, traté a un paciente diagnosticado con esquizofrenia que había quitado la vida a un familiar durante su primer brote psicótico. Ninguna medicación consiguió hacer desaparecer del todo los delirios paranoides ni las voces, pero años de tratamiento consiguieron que aprendiera a vivir con ellos, a interpretarlos de otra manera, a identificar los desencadenantes, y a buscar ayuda cuando estos aparecían. Esto le ha permitido vivir en libertad, aunque con un nivel intenso de supervisión, tras 15 años de internamiento.
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