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¿Ningún lugar a salvo?

Ante la incertidumbre climática y el calentamiento global urge actuar para promover tanto la mitigación como la adaptación, debemos reaprender a habitar la Tierra

Josefina Gómez Mendoza
Tribuna Gómez Mendoza
EDUARDO ESTRADA

Antes del sexto informe del IPCC que se acaba de publicar, los expertos del cambio climático trataban de mostrarse cautos para no alentar el miedo e incurrir en el tan denostado catastrofismo. Pues justo en la última semana de julio de este año, The Economist se despachaba con el titular No safe place [”ningún lugar seguro”] en portada y editorial: ningún sitio se salvará del rigor climático en la perspectiva más que posible de los tres grados de incremento de temperatura en este siglo.

La imagen de portada era divertida e inquietante: dos pingüinos estaban en un sillón que flota sobre las aguas del mar y miran con atención un aparato de televisión que transmite un incendio que ocupa toda la pantalla. El artículo sostiene que las situaciones extremas de sequías, olas de calor y de frío, inundaciones y fuegos no van a desaparecer (cosa que ha confirmado el informe IP6) y, por tanto, según el gran semanario liberal, la adaptación (lo que allí se llama adaptación) tiene que contribuir a atenuarlas.

Los últimos meses y semanas están siendo pródigos en catástrofes de origen climático en lugares de coordenadas geográficas muy distintas: de los 50 grados centígrados en la Columbia Británica canadiense a las terribles inundaciones de la cuenca del Rin y del centro de China, los devastadores incendios de Siberia, o de California, y ahora de la cuenca oriental del Mediterráneo. Estos fuegos dejan sin argumentos a negacionistas de cualquier índole, por mucho que no se pueda construir un modelo general ni establecer relaciones concretas, pero sí estadísticas. Aunque a tenor de algunas reacciones que leo sobre el informe del IPCC, los hay, incluso científicos, que no dan su brazo a torcer: prefieren ignorar los hechos y las estadísticas hasta que no haya relaciones de causalidad clarísimamente establecidas.

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Las primeras expresiones de la sostenibilidad en los últimos decenios del siglo XX mostraban altruismo e invocaban la solidaridad con las generaciones del futuro. Ahora sabemos que no se trata solo del futuro, el presente urge cada vez más. El IP6 y la Secretaría General de Naciones Unidas hablan de irreversibilidad: los hielos árticos y antárticos se funden a mayor velocidad de la prevista, lo mismo que los océanos están aumentando su temperatura, las corrientes oceánicas y la circulación atmosférica del Atlántico Norte son cada vez más lentas, los incendios son cada vez más globales, muchos por encima de la capacidad de extinción.

¿Ningún lugar a salvo? Yo prefiero decirlo, en otros términos, la amenaza es ubicua, sin duda, pero todos esos acontecimientos extremos están localizados (place-based, como se dice en la jerga habitual). Hay que pensar no solo en las causas sino también a todas las escalas, en todos los tiempos, y para las poblaciones involucradas.

Tiene razón The Economist cuando concluye en la necesidad de adaptación. La sorpresa para mí es que no la interprete como la mayoría de los científicos de la sostenibilidad, como adaptación mutua entre las comunidades humanas y la naturaleza, como coadaptación, sino que se limita a reclamar más obras y más tecnología.

Se necesita más tecnología, sin duda, pero esta vez hay que saber cómo, dónde y para qué. No deja de ser chocante que se invoquen las grandes obras de ingeniería holandesas, ahora que precisamente se ha emprendido la despolderización, y se ha empezado a devolver tierra al mar.

En los programas de transición de muchos países está previsto desartificializar el suelo. Por ejemplo, impedir la urbanización y construcción sobre los lechos mayores y extraordinarios de los ríos, que causan efectos tan devastadores en nuestros ámbitos mediterráneos. Aunque la horizontalidad del relieve en el norte de Alemania quizá haya favorecido el desbordamiento de los ríos de la cuenca del Rin. The Economist va más lejos: apuesta por la geoingeniería solar, crear nubes en la atmósfera que impidan la reflexión de los rayos solar y, quizá también, puedan cambiar la distribución del régimen de precipitaciones.

La gente de mi generación hemos vivido lo suficiente como para ver cómo las buenas políticas de obras públicas para el desarrollo económico se tornaban en políticas de malas consecuencias para el medio ambiente, también en ocasiones para territorios y poblaciones. En mi caso, no solo lo he vivido, me ha dado tiempo a enseñar en clase una cosa y la contraria. Recuerdo lo que nos dijeron en visita oficial a la China del primer posmaoísmo los gestores de una comuna de Shanghái: “¡Nos dicen que deshagamos la comuna, la desagreguemos, cuando aún no hemos terminado de construirla!”.

Pues eso, no se habían terminado de desecar las lagunas por razones de salubridad cuando ya se empezaban a restaurar humedales por razones de biodiversidad; durante la gran política hidráulica se construían grandes presas hidroeléctricas a pesar de las poblaciones que había que desalojar y sin tener en cuenta el territorio (paisaje y patrimonio) que quedaba anegado. Eran los años del éxodo rural, que se producía a razón de cientos de miles de inmigrantes a la ciudad al año, y no habíamos terminado de urbanizarnos que ya estábamos metropolizándonos y deplorando la España vaciada, los territorios despoblados, que fueron los derrotados de todo aquel proceso.

Han triunfado los edificios inteligentes, que se autorregulan térmicamente, y hemos descubierto que, en tiempos de epidemia, es indispensable ventilar, la ventilación cruzada de toda la vida. Me permito un ejemplo más, que viví de niña: la instalación de las granjas industriales de pollos, que tanto sufrimiento producen a los animales; ahora los huevos se pagan mucho más caros por estar criadas las gallinas “a ras de suelo”.

Se puede seguir. A una persona que me era muy cercana le gustaba evocar la frase de Azaña cuando en la República se pensó en trocear el monte de El Pardo de Madrid para distribuir las parcelas entre los que no tenían casa. “¡Y lo llamarán progreso!”, dijo el presidente. Todo ello era, sin duda, modernización, progreso y se cuantifica en aumento de la riqueza. Pero todo estaba circunscrito también al tiempo y al lugar, y hay otros valores que hay que calcular, los ecológicos, los territoriales, los poblacionales, los patrimoniales, los de mantenimiento.

En una declaración de varios miles de científicos dirigida a los políticos se advierte de que ya no basta con mitigar los efectos del cambio climático, con aliviar los síntomas, o con descarbonizar, hay que actuar también en el sentido de la adaptación, de una buena relación entre las comunidades humanas y la naturaleza.

Mitigación y adaptación pertenecen a dos lógicas democráticas distintas. A la representativa, la primera; a la participativa, la segunda, y a ella estamos menos acostumbrados. El Parlamento francés acaba de aprobar una ley de clima y resiliencia desarrollada y negociada entre todos los grupos a partir de las propuestas de una asamblea ciudadana, asesorada por expertos. Las administraciones se proponen gestionarla de la misma manera. La adaptación confiere más papel a los territorios, pero también se articula sobre territorios y con actores que a veces no están predefinidos, que responderán a las escalas que se necesiten según los casos. Involucrando a poblaciones y comunidades de distinta naturaleza.

Se sabe que hemos perdido capacidad de adaptación y también que la resiliencia humana y la natural no son, ni mucho menos, las mismas. El futuro impone la descarbonización y la transición energética, desde luego y sin demora, pero cuidando la gestión en los distintos medios, tratando de identificar los efectos no deseados, ampliando la base de los participantes y de los actores, de los consultados. Dicho de forma que espero no sea grandilocuente, debemos reaprender a habitar la Tierra, no seguir empeñados, a cualquier coste, en dominar la naturaleza y en abusar del futuro.

Josefina Gómez Mendoza es geógrafa y miembro de las Reales Academias de Historia y de Ingeniería.

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