_
_
_
_
_
Columnas
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los cuatro tornillos de la revolución

Una novela de Juan Gabriel Vásquez reconstruye de la mano de la familia de Sergio Cabrera el gran afán del siglo XX

José Andrés Rojo
Manifestación de estudiantes y profesores chinos en las calles de Pekín, el 23 de agosto de 1966, en apoyo a la Revolución Cultural promovida por Mao.
Manifestación de estudiantes y profesores chinos en las calles de Pekín, el 23 de agosto de 1966, en apoyo a la Revolución Cultural promovida por Mao.AP

En su última novela, Volver la vista atrás, Juan Gabriel Vásquez escribe: “No, la historia no era una aplanadora en América Latina: era un lanzallamas, y seguía incendiando el continente como si el operario hubiera enloquecido y nadie hubiera tenido el coraje de detenerlo”. En otro momento, y para levantar acta del espíritu que gobernaba aquellos años frenéticos, apunta refiriéndose a un personaje: “Le había tocado una época en que todo el mundo, en todas partes, por todos los medios, tenía un solo objetivo: hacer la revolución. Qué suerte era estar vivo”. Ocurrió el siglo pasado, con una intensidad mucho mayor tras la entrada triunfal de Fidel Castro y los suyos en La Habana el 1 de enero de 1959, pero ese afán formaba parte de la atmósfera que se respiraba en los sitios más diversos durante la Guerra Fría.

Lo que hace Juan Gabriel Vásquez es bajar de aquella abstracción, de aquel concepto —o, si se prefiere, de aquel sueño—, al barro de cada día y reconstruir los episodios y las circunstancias, los esfuerzos y las renuncias, la cadena de afectos y el bombardeo de consignas, el recuerdo de los pesares y sacrificios, las lecturas y las conversaciones y los desencuentros y las traiciones a los que fue obligando aquel camino, el camino de la revolución. Lo hace siguiendo las peripecias de la familia del director de cine colombiano Sergio Cabrera. Su abuelo y su tío abuelo defendieron la República durante la guerra civil española, su padre era un niño entonces pero aprendió a distinguir al enemigo con claridad, así que salieron al exilio llevando encima el sabor amargo de la derrota pero intacta la querencia de seguir batallando para que los cosas mejoraran. Terminaron en Colombia y la vida los fue llevando por derroteros imprevisibles, ya saben, y un día se encontraron Sergio y su hermana y sus padres instalados en Pekín, poco antes de que estallara en 1966 la Revolución Cultural. El plan era que los muchachos se quitaran de encima el veneno pequeñoburgués que llevaban dentro y se prepararan para servir de verdad al pueblo.

Eso obligaba a una rigurosa educación, con adoctrinamiento militar incluido. Sergio andaba entonces en los 16 años, su hermana Marianella tenía unos 14. Aquella muchacha escribió en el diario que llevaba aquellos días: “Somos una familia revolucionaria, los cuatro, cuatro tornillos revolucionarios, aún siendo tan pequeños. Siento una gran alegría en mi corazón”. El apunte está fechado en febrero de 1968. Poco tiempo después, ya de regreso en Colombia, los dos jóvenes tornillos fueron conducidos a pelear con la guerrilla en la selva.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Mao había escrito que “una sola chispa puede incendiar toda una pradera”, y con la hipótesis de cumplir esa promesa se manejaban los más osados para acabar con una realidad podrida. Durante su preparación en China, Marianella se quedó sorprendida cuando observó que los trabajadores de una fábrica le hacían durante el desayuno grandes peticiones a “una enorme foto del presidente Mao adornada con banderas y guirnaldas de flores artificiales”. No tardaron en darle una respuesta: “Mire, señorita, la diferencia es muy clara: ustedes, en su país, tienen un Dios muerto. Nuestro Dios está vivo”. Lo que no le llegaron a explicar es que ese Dios devoraba a sus criaturas.


Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_