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Columna
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Incierto futuro

El Congreso ha exhibido el mecanismo republicano de control del ejecutivo, que marca la frontera con la tiranía, desenfundado solo en cuatro ocasiones, dos de ellas con Trump

Lluís Bassets
En esta foto de archivo tomada el pasado 20 de enero de 2021 Donald Trump sube al Marine One en la Casa Blanca en Washington, EE UU.
En esta foto de archivo tomada el pasado 20 de enero de 2021 Donald Trump sube al Marine One en la Casa Blanca en Washington, EE UU.MANDEL NGAN (AFP)

Donald Trump puede salir airoso del segundo impeachment o procedimiento de destitución al que está sometido en el Senado. Tiene toda la apariencia de un argumento convincente el que esgrime su defensa: difícilmente se puede destituir a quien ya ha sido sustituido en su función presidencial. Ayuda también una lectura escrupulosa de la Constitución, que prevé esta especie de juicio parlamentario solo para el presidente: no siéndolo ya Trump ahora, solo puede enjuiciarle un tribunal ordinario.

Unos torpes picapleitos contratados a toda prisa por el expresidente han esgrimido estos argumentos, sumados a otro más peregrino: sus llamamientos a “combatir como el diablo” para impedir la certificación de la victoria de Biden eran inocentes metáforas, con las que el presidente ejercía su legítima y sagrada libertad de expresión, protegida por la Primera Enmienda.

El argumento definitivo, de temible eficacia en el primer impeachment hace un año, poco tiene que ver con las pruebas y con un veredicto justo. Quien va a dirimir el resultado es el partido republicano, la venerable casa política tomada por el trumpismo, en un envite en el que se juega su prestigio y su futuro, puesto que debe decidir si prefiere cerrar los ojos ante el mayor ataque sufrido por las dos Cámaras del Congreso en toda su historia o sumarse a la acusación contra el presidente que incitó a la insurrección contra los congresistas para interrumpir el proceso electoral, en vez de protegerles como era su obligación.

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Como los grandes transatlánticos, los bordos de los viejos partidos son lentos y largos, y ni siquiera es seguro que al final tomen un buen rumbo. Un solo senador republicano votó contra Trump hace un año. Cinco lo hicieron en una primera votación a finales de enero. Fueron ya seis el martes. Será difícil que cambien los 11 que faltan, temerosos de la reacción de los 74 millones de votos trumpistas.

La segunda y más que probable exoneración de Trump no clausura en ningún caso el largo itinerario judicial que le espera al expresidente. Aun saliendo formalmente absuelto a falta de la mayoría cualificada de 67 senadores sobre 100, el juicio parlamentario no será del todo en vano. El legado del horror quedará bien caracterizado y sus pruebas exhibidas en público: el impeachment también es un ejercicio de pedagogía política.

Sentará un saludable precedente, que impide futuros abusos de poder e incluso golpes presidenciales: no puede haber vacaciones constitucionales para ningún presidente, ni siquiera en los últimos días de su mandato. El Congreso ha exhibido el mecanismo republicano de control del ejecutivo, que marca la frontera con la tiranía, desenfundado solo en cuatro ocasiones, dos de ellas con Trump. También queda reivindicada la división de poderes, tan maltratada estos cuatro años. Tras el aperitivo, llegará la acción independiente de la justicia, que le espera a la salida del Senado con un abultado pliego de cargos civiles y penales, estatales y federales, como para ocupar el resto de sus días.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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