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Tribuna
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Retratos incompletos

La pandemia resalta el valor de los rituales y de estar con los seres queridos en sus últimos momentos

Marta Rebón
Tribuna Rebon
© José Antonio Robés

El ser humano es el único animal que, al emocionarse, vierte lágrimas. Estas tienen una composición química distinta a las que asoman a nuestros ojos de forma refleja o para lubricar su superficie. Vistas a través de un microscopio, parecen mapas topográficos, ciudades avistadas por satélite, cristales de hielo. Su estado es líquido, pero a veces, dice un verso de Elizabeth Bishop, se deslizan por las mejillas “como un aguijón de abeja”. Son la prueba material de nuestra vida interior cuando se desborda. La singularidad de las lágrimas emocionales —un sofisticado refinamiento evolutivo— contrasta con otros rasgos humanos que conforman la complejidad de nuestra naturaleza, asombrosa y desconcertante.

Observo una serie fotográfica de objetos recuperados en fosas comunes diseminadas por España —a cargo de José Antonio Robés y publicada con el título Las voces de la tierra por la ARMH y Alkibla— y pienso que ese mismo espécimen que llora de alegría o tristeza debe de ser también el único capaz de asesinar y enterrar en hoyos anónimos a sus congéneres. Luego, tras abandonarlos, sepultar la memoria de lo ocurrido con paladas de silencio. Y, décadas después, incluso mirar con recelo a quienes deseen recuperar algo, por poco que quede, de cada una de esas vidas irrepetibles. Cuando alguien se va nada puede sustituirlo. El destino genético y neuronal de cada individuo es ser único, apuntó Oliver Sacks. Entre las lágrimas que nos humanizan y la brutalidad desalmada ocurre todo lo demás.

Se suele decir que la Historia no se repite, pero rima. Es una de esas frases lapidarias atribuidas a una celebridad —en este caso, a Mark Twain— que expresa una idea necesaria que debe verbalizarse como un aviso a navegantes. Volví a oírla de boca del historiador Jon Meacham en The Soul of America (HBO, 2020), documental inspirado en su ensayo homónimo. Ante un auditorio decía que le preguntaban a menudo si recordaba algo parecido a este presente cargado de confrontación y descrédito. Luego evocaba años concretos del siglo pasado, cuando la sociedad estadounidense atravesó momentos convulsos equiparables a los actuales (incluso peores), con eslóganes que podrían pasar por otros recientes sobre muros, inmigración, supremacía… No nos sorprendamos, concluía. Las ideas vienen y van, solo cambian de vestimenta y nombre. Para darnos la medida de nuestros logros y crisis, ahí está la Historia. Gracias a ella, podemos afinar el oído para reconocer las rimas. Pensar que el progreso lo arreglará todo por inercia es obviar que se producen involuciones.

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Las fotografías son un espejo con memoria, me dijo el artista portugués Daniel Blaufuks. Vuelvo a los retratos en blanco y negro de Robés: objetos descontextualizados como reliquias arqueológicas de íberos o fenicios, aunque son bienes personales de abuelos, madres o tíos represaliados. Pertenencias que sus nietas, hijos o sobrinas querían para cerrar el duelo. Hay botones, gafas, un peine, un reloj, un lápiz, un sonajero o monedas cuya textura ha unificado la costra del tiempo. Algunos se recuperaron porque un anciano —de los últimos en saber leer entre líneas un terreno cubierto de maleza— recordaba en qué lugar se había removido la tierra. Que la naturaleza de los objetos sea sobrevivirnos, escribió Hannah Arendt, es lo que les otorga esa relativa independencia respecto a sus dueños. Nos devuelven un retrato de los ausentes que, aunque incompleto, los individualiza. Hablan de un silencio precario, como puede ser el de un poema de Safo inscrito en un papiro de hace 2.000 años roto por la mitad. Cuando una parte del poema es un espacio vacío, explica Anne Carson en Flota (Cielo eléctrico), el traductor puede representar esa falta de texto con un blanco, unos corchetes o una conjetura textual. Los silencios —y no solo en traducción— tienen la misma importancia que las palabras.

En estos últimos meses, los millares de fallecidos por la pandemia en España, así como las circunstancias de su desenlace, han resaltado el valor de los rituales, que transforman en cobijo la intemperie del mundo. Se ha puesto de relieve la necesidad de estar cerca físicamente de un ser querido en sus últimos instantes y de acompañar sus restos en la despedida. En La cultura de las ciudades (Pepitas de Calabaza), Lewis Mumford argumentó que la preocupación ceremonial del ser humano por los muertos, sin parangón entre otros animales, fue lo que empujó al nómada paleolítico a arraigarse, pues en su vagabundeo “los muertos fueron los primeros en contar con una morada permanente”. Miro de nuevo esas imágenes y, ahora mismo, en el espacio vacío de las fotografías, solo veo las lágrimas de quienes no pudieron despedirse.

Marta Rebón es escritora y traductora.

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