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Columna
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La vagina que salvó la Nochevieja en Brasil

Al cubrir la tierra arrasada por el cañaveral con un coño de 33 metros, la obra de la artista Juliana Notari interrumpió la farra bolsonarista

Eliane Brum
La obra de la artista Juliana Notari.
La obra de la artista Juliana Notari.Divulgação

Jair Bolsonaro planeó y ejecutó una coreografía de “macho” para iniciar 2021. A bordo de una lancha, se acercó a Praia Grande, en la costa del estado de São Paulo, donde se amontonaban cientos de bañistas aunque la cifra de muertos por covid-19 en Brasil ya se acercaba a los 200.000. Después de saludar a adultos y niños, se lanzó al mar y nadó hasta la multitud. Atravesó la masa de gente como si le ungieran, ovacionado por gritos de “¡mito! ¡mito!”. Funcionó tan bien que incluso repitió el bautismo días más tarde, cuando caminaba sobre la arena como el mesías de su segundo nombre. La escena calculada tiene gran potencial simbólico. Horrorizó al mundo en trances pandémicos, pero no avergonzó a una parte significativa de brasileños. Si las elecciones se celebraran hoy, el presidente brasileño tendría grandes probabilidades de ganarlas.

Y, entonces, tuvo lugar otro gesto. Otra imagen dio la vuelta al mundo. La vagina de 33 metros de altura por 16 metros de ancho y 6 metros de profundidad de la artista Juliana Notari, abriendo en rojo la tierra arrasada por los cañaverales del Nordeste brasileño, se impuso. En las noticias internacionales, aparecía la imagen del presidente brasileño, con signos de sociopatía, desafiando al virus y a la racionalidad con su “historial de deportista”. Y, ofuscando ese espectáculo falocéntrico, la vagina roja se expandió, se multiplicó como imagen y ocupó mucho más que la tierra en la que fue esculpida y recubierta de hormigón armado y resina. Si no fuera por ella, Bolsonaro iniciaría otro año controlando la narrativa en Brasil.

Nada podría ser más transgresor en el país dominado por el bolsonarismo, lo que dice su nombre y lo que no dice, que ese coño gigante. No hay mayor acto de resistencia en Brasil, donde los cuerpos humanos han sido convertidos en obscenidad por la moral de los inmorales y, por lo tanto, han sido violados continuamente, que abrir la tierra agotada, la tierra pisoteada, la tierra herida como el cuerpo de tantas mujeres, con la escultura de una vagina. El arte, que la obscenidad de Bolsonaro y de las milicias digitales de extrema derecha ha intentado transformar en algo obsceno, ha salvado el comienzo de un año que casi sin duda será aún más difícil que 2020. Hay disputa. Y sabemos dónde está.

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Una obra de arte no es en sí ni para sí. Está la intención del artista y está aquello en que la obra se convierte en el encuentro y en la confrontación con la mirada de cada uno, un encuentro y una confrontación que pueden atravesar épocas, transmutándose en cada contexto. El arte es aquello en lo que, antes de serlo, se convierte. Y solo se convierte si está abierto a los mundos.

La artista Juliana Notari hace, desde hace al menos dos décadas, un trabajo muy consistente en la intersección entre lo femenino y la violencia. Esta vez llamó a la vagina gigante Diva y la definió como una “vulva/herida”. El 31 de diciembre, cuando anunció la obra que pasó 11 meses esculpiendo para la Usina de Arte, un parque artístico-botánico de la ciudad de Água Preta, en Pernambuco, sufrió un ataque brutal en las redes sociales. Solo en Facebook, la publicación ya ha recibido 27.000 comentarios, algunos de ellos reducidos a agresiones. Por romper la rutina diaria y atravesarla, la artista fue atacada violentamente. La reacción ya forma parte de la obra. Los machos que tienen miedo del coño convocaron incluso un “pajazo” por las redes sociales. La vagina de Notari, nuestra Diva, ya ha entrado en la historia de las vaginas que perturban el mundo con su potencia.

Elijo encontrarme con la vulva herida a partir de la confrontación entre el acto de Bolsonaro y la obra de arte de Notari. Quizás porque la obscenidad de Bolsonaro, en un momento en que la pandemia vuelve a agravarse en Brasil, nos hirió nada más irrumpir 2021. Calculadamente, hizo su demostración de fuerza para mostrar quién manda y enterrar las ilusiones de que el cambio de año podría interrumpir el ejercicio del mal. Bolsonaro es el presidente. Y, al ser el presidente, no hay nadie más responsable que él para dirigir Brasil durante la mayor crisis sanitaria en un siglo. Y él nos ha llevado a la muerte con la complicidad de millones de brasileños.

Los cómplices no son solo los que lo votaron, ni solo los que declaran en las encuestas que su Gobierno es muy bueno o bueno o incluso regular, en un momento en que más de 50 países ya han empezado a vacunar a su población y Brasil ni siquiera ha conseguido comprar jeringuillas. Ser bolsonarista es más que haber votado o tener la intención de votar a Bolsonaro. El bolsonarismo se ha convertido en una forma de actuar en el mundo basada en la producción calculada de mentiras y en la imposición de la voluntad individual por encima de las necesidades colectivas, por lo tanto, la imposición del más fuerte por medio de la violencia. Por eso el bolsonarismo es aún más peligroso que Bolsonaro y persistirá mucho más allá de su persona. Me ha sorprendido la cantidad de gente que ha adherido al bolsonarismo durante la pandemia, al creer que su supuesta libertad las autoriza a amenazar a todos los demás. No existe la libertad de matar.

Bolsonaro no trabaja con electores, sino con seguidores que votan. Produce imágenes para ellos. Desde el comienzo de la pandemia, su actuación pretende establecer una asociación perversa: que solo los débiles mueren de covid-19. Los fuertes, el grupo que cree que representa, cuando se contagian solo pasan una “gripecita”. Bolsonaro y el bolsonarismo ya han más que explicitado a quiénes consideran débiles: a las mujeres, al colectivo LGBTQ+, a los negros, a los indígenas. También han explicitado quiénes son los fuertes, los que están en la cima de la cadena alimenticia: los hombres “machos”, porque son heterosexuales, los blancos.

Al nadar para ser ungido por el pueblo, en una demostración de fuerza, como hizo el primer día del año, representa al macho que desafía las olas, el virus, las instituciones internacionales, la ciencia, la ética, la racionalidad y la propia verdad. Es el hombre sin ataduras, libre porque la única vida que importa es la suya. Cuando en la segunda escena, la que camina sobre la arena, lleva a niños en brazos, el mensaje es que solo los fuertes merecen vivir. Si los bebés se contagian, los “mejores” sobrevivirán. También por eso puede decir “¿y qué?” ante los muertos o, más recientemente, “no me importa”, refiriéndose al hecho de que su Gobierno aún no ha garantizado la vacuna a la población y está a la cola de tantos países, incluido Argentina, que ya han empezado a inmunizar a sus habitantes. Cuando abraza a la gente sin mascarilla, escupiéndoles perdigones en la cara, está diciendo: si eres fuerte, mereces vivir; si eres débil, jódete.

Tampoco es casualidad que, en sus declaraciones, forje una asociación peyorativa con la raza y el género. Como cuando defiende que quienes quieran vacunarse deben firmar un documento de autorresponsabilidad por los supuestos efectos secundarios. El mensaje es explícito: “Si te transformas en un chimpan... si te transformas en un caimán, es tu problema. No voy a decir otro animal para no decir tonterías. Si te transformas en superman, si le sale barba a alguna mujer o si algún hombre empieza a hablar con voz fina, ellos [los laboratorios] no tienen nada que ver”.

Bolsonaro ya ha declarado que no se vacunará. Es el “macho” que nada para abrazar al pueblo exactamente porque el pueblo no le importa. Toda su campaña se cimentó con ataques a los cuerpos que considera “malos” o “débiles” porque no son el suyo. Será el cuarto año, contando el año de las elecciones, en que nos violan las declaraciones de Bolsonaro, que habla obsesivamente de agujeros, penes y anos, convirtiendo los cuerpos en objetos y dividiendo el mundo entre los que tienen agujeros y los que tienen el poder de meter cosas en los agujeros. Para hombres como él, la única relación posible entre un cuerpo y otro cuerpo es la de la violencia. Tanto el pene como las armas se utilizan para hacer agujeros en los cuerpos de aquellos que considera más débiles o inferiores.

Antes del bautismo del macho que protagonizó en la costa de São Paulo, su última declaración en los medios de comunicación fue para ironizar sobre la tortura que sufrió la expresidenta Dilma Rousseff a manos de agentes del Estado durante la dictadura cívico-militar (1964-1985). Poco después de Navidad, dijo a sus seguidores: “Dicen que a Dilma la torturaron y le rompieron la mandíbula. Trae la radiografía para que podamos ver el callo óseo. No soy médico, pero hasta ahora estoy esperando la radiografía”.

No es una elección aleatoria. La única mujer presidenta de Brasil fue destituida por un impeachment, durante la votación del cual Bolsonaro, entonces diputado federal, homenajeó al más notable torturador y asesino de la dictadura, asociado a docenas de muertes y cientos de sesiones de tortura a opositores políticos. Bolsonaro quiso añadir una perversión más: “[El coronel] Ustra, el pavor de Dilma Rousseff”.

Alabar al torturador, mostrar placer con la tortura de la mujer a la que quiere destituir y luego dudar de sus heridas es el goce del perverso. Así es como se comportan los torturadores y también los asesinos. Bolsonaro torturó a Rousseff durante el impeachment y, hace unos días, la torturó una vez más. Para demostrar que puede. Porque pudo, en el pasado, y por eso fue elegido. Y porque puede en el presente, porque hace todo esto y sigue sin abrírsele ningún proceso de destitución.

Ese es el mensaje que pretende vender y, como forma parte de la estupidez de tantos comprar gato por liebre creyéndose que son los más listos del mundo, millones de brasileños le creen. Como todo en Bolsonaro, la imagen de fuerza y potencia es solo otra noticia falsa, un bulo. Solo hay que ir al YouTube para ver a Bolsonaro fingiendo hacer flexiones para darse cuenta de que es tan deportista como cristiano. Este martes ha declarado públicamente su impotencia: “Brasil está en quiebra y no consigo hacer nada”. Las más de 60 peticiones de impeachment que podrían sacarlo del Gobierno que corrompe y poner a los que pueden hacer algo se están pudriendo en el cajón del presidente de la Cámara de los Diputados, Rodrigo Maia.

La fuerza de Bolsonaro es la de los débiles: la violencia, constantemente armada. Violar, corromper y mentir es todo lo que esta imitación de hombre puede hacer. Bolsonaro fracasó como militar, su carrera como diputado es una vergüenza y un desperdicio de dinero público, al convertirse en presidente se ha convertido en el paria del mundo, como afirma su propio canciller, un hazmerreír de un lado a otro de la Tierra que él cree que es plana.

Sin embargo, como hemos descubierto, hay millones de brasileños dispuestos a creer cualquier mentira y a llamar “mito” a un mentiroso. También para Bolsonaro el cambio de año es el momento de hacer balance y establecer los objetivos para el nuevo año. Con sus actos, asegura a sus iguales que podrán seguir abusando de mujeres como Mari Ferrer, una víctima de violación que fue violada una vez más durante el juicio, cuando se la trató como culpable. Con sus actos, el presidente de Brasil reafirma que los hombres podrán seguir diciendo que el acusado de violación no pudo darse cuenta de que la víctima estaba inconsciente y podrán seguir juzgando el comportamiento de la víctima en lugar del acto del violador. Este es el mensaje siempre que Bolsonaro humilla públicamente a una mujer con palabras o gestos o decisiones.

En la concepción del mundo del bolsonarismo, no hay relación que no termine con otro subyugado y deshumanizado. Bolsonaro ha convertido a Brasil en un gran experimento pornográfico. El hombre en el cargo más alto del país juega a matarnos. Al sumergirse en las aguas del mar, para muchos un ritual de purificación, renace un año más como señor de la muerte. Estoy convencida de que las generaciones futuras nos preguntarán por qué no fuimos capaces de evitar que siguiera matando. Esa acusación perseguirá a los que hoy están vivos mucho más allá de la vida.

La vagina gigante ha atravesado la farra bolsonarista. De hormigón armado y resina, es más real que el cuerpo de Bolsonaro nadando en Brasil. Mientras el cuerpo de Bolsonaro se convierte en objeto, arma, instrumento de muerte, la obra de arte descosifica los cuerpos de las mujeres al denunciar sus heridas y revelar su potencia. Si no se encarnara en la tierra reventada de los cañaverales, la vagina no tendría ningún efecto. Por la potencia transgresora del arte, ya no es una vulva de hormigón y resina, sino los coños de todas nosotras, mujeres brasileñas, mujeres del mundo, pulsando en aquel suelo. Rojos de la sangre de nuestras compañeras asesinadas en la Navidad feminicida de 2020, cuando seis hombres homenajearon el nacimiento de Cristo destruyendo los cuerpos de sus compañeras. Porque pueden.

Bolsonaro llegó al poder y permanece en el poder porque representa la visión del mundo de millones de brasileños. Y llegó después de un proceso en el que, incluso antes de que la arrancaran de la presidencia, Dilma Rousseff fue cosificada en unas pegatinas donde se la veía con las piernas abiertas sobre los depósitos de gasolina y allí se metían las mangueras para violar a la presidenta. Llegó al poder a través de un proceso en el que milicias digitales criminalizaron obras de arte, cerraron exposiciones, llamaron pedófilos a artistas y fueron responsables de que algunos sufrieran amenazas de muerte y todavía estén traumatizados. Lo que los brasileños viven hoy no ocurrió de repente ni empezó con Bolsonaro.

Él nos gobierna porque la sociedad brasileña está mentalmente enferma. Bolsonaro es tanto producto como productor de esta enfermedad. Siempre he intentado entender cómo personas aparentemente comunes permitieron, algunas veces a lo largo de la historia de la humanidad, que el horror de Estado se consumara contra otros, a veces sus vecinos. Qué clase de locura les poseyó, que hizo callar a tantos, que colaboraron con el exterminio por acción u omisión. Hace años que vemos que eso está pasando ante nuestros ojos, en todas las pantallas. Responderemos por ello.

La vagina que denuncia esta sociedad enferma no está en una tierra cualquiera. Está esculpida en el Brasil que violan diariamente Bolsonaro y el bolsonarismo. Está excavada en la tierra arrasada por el monocultivo de caña de azúcar, marca histórica del patriarcado y el caciquismo que moldearon violentamente Brasil y echaron raíces tan profundas que hasta hoy persisten y se renuevan. En esa tierra hay sangre esclava, hay recuerdos de la violación de mujeres negras, hay marcas de las botas de los machos y de las rodillas de las hembras. Antes de las mujeres, la naturaleza fue violada allí. Que hoy una vagina gigante y roja como la sangre menstrual habite y nutra esa tierra que también es mujer me parece extraordinariamente potente.

Antes de esta Diva, Juliana Notari había hecho, en 2018, la obra que llamó Amuamas. La curadora y profesora de arte Clarissa Diniz explica bellamente en un ensayo en la revista Continente cómo fue esa intervención. “Fue en el gran y ancestral cuerpo de una ceiba (árbol sagrado para muchos de los pueblos de la selva, que tiene la capacidad de absorber el agua de grandes profundidades y distribuirla a las plantas de su alrededor) donde Juliana inscribió otra de sus heridas. Esta vez, no en una pared, sino en un cuerpo vivo; en las gigantescas raíces aéreas del árbol. Por eso, para la artista, Amuamas fue esencialmente un rito. Después de tallar la ceiba, revelando su madera rojiza, Juliana pintó la herida abierta con su propia sangre menstrual, recogida durante nueve meses. Del encuentro entre los rojos del árbol y los de la artista, se forjó una herida en común, que compartía el dolor e identificaba, en el cuerpo de una y otra, traumas compartidos”.

Vale la pena recordar que Bolsonaro declaró en su primer año de Gobierno que la selva amazónica es “la virgen que todos los pervertidos de fuera quieren”, mostrando que tanto la selva como las mujeres son femeninos que deben ser violados y vaciados de sentidos. Árboles como la ceiba que eligió la artista Juliana Notari pueden lanzar hasta mil litros de agua por día a la atmósfera solo transpirando, un proceso de extraordinaria belleza que hace que la selva sea la gran reguladora del clima en el sur del mundo. Bolsonaro, sin embargo, es el hombre que inspiró el “día del fuego” e hizo que la selva ardiera en las pantallas de todo el planeta. Encarna el personaje del colonizador, que viola el cuerpo de la naturaleza y todos los demás cuerpos que encuentra en la naturaleza, como el de los indígenas. Es también el que, en medio de una emergencia climática, cree que los recursos naturales son infinitos y que sus amigos pueden seguir explotando, reventando y matando la naturaleza. Bolsonaro es débil precisamente porque no acepta límites.

Al comentar su más reciente intervención artística en las redes sociales, la artista Juliana Notari escribió: “En Diva, utilizo el arte para dialogar con cuestiones que remiten a la problematización del género desde una perspectiva femenina aliada a una cosmovisión que cuestiona la relación entre naturaleza y cultura en nuestra sociedad occidental falocéntrica y antropocéntrica. Actualmente, estas cuestiones se han vuelto cada vez más urgentes. A fin de cuentas, será el cambio de perspectiva de nuestra relación entre los seres humanos y entre los humanos y los no humanos lo que nos permitirá vivir más tiempo en este planeta y en una sociedad menos desigual y catastrófica”.

En una de las fotos, posa junto a la obra de arte con algunos de los 20 hombres que la ayudaron a esculpir la vagina en la tierra. Es una imagen elocuente: la de una mujer blanca comandando a hombres negros con una azada en la mano. Varias personas señalaron esta contradicción, lo que hace que el trabajo sea aún más interesante. La expresión gráfica del racismo estructural de Brasil que puede haber sido reproducida por la artista que la denuncia en su obra añade nuevas capas y nuevas cuestiones a Diva. Sobre esta imagen, el compositor y productor cultural Afonso Oliveira escribió: “Es simbólico que haya utilizado a trabajadores negros para hacer esta obra. Pero no es solo simbólico desde el punto vista de la perpetuación de la esclavitud. También es simbólico desde el punto de vista de la subversión del macho. Sin ellos este coño no existiría, ni la obra ni el símbolo”. El cineasta Kleber Mendonça Filho, director de la excelente Bacurau, celebró en Twitter: “Viva Juliana Notari, por poner hombres a hacer un coño de 30 metros en la Zona da Mata de Pernambuco, en plenos años de Bolsonaro. Las reacciones a la obra son un espejo, un éxito”.

La artista Juliana Notari junto a los trabajadores que le ayudaron a construir la obra.
La artista Juliana Notari junto a los trabajadores que le ayudaron a construir la obra. Reprodução

Algunos deseaban que Juliana Notari fuera castigada con “una herida en la vulva” por poner hormigón y resina en la tierra. Toda crítica es posible, pero es imposible ignorar que esa tierra ya había sido violada por el monocultivo más emblemático del patriarcado esclavista y colonialista de Brasil y de Latinoamérica, el de la caña de azúcar. La herida que la vagina abre en ella denuncia esa otra herida, mucho más antigua y persistente y, a la vez, la curación, devolviéndole el sentido y, por tanto, la vida.

Alguien escribió en la página de Facebook de Juliana Notari un texto hermoso relatando que había mostrado la obra a su hijo de 7 años. El niño, aún no acechado por la violencia, vio allí un “tulipán, una piscina, una hamaca” donde tumbarse. “Al no ser él (el género femenino representado en la obra) uno en sí para sí, pude verlo mucho mejor a través de los ojos del niño de 7 años: tulipán, piscina, hamaca. Flor, agua, descanso, pensé. Si no fuera por nuestra incapacidad crónica para crear lentes (modos de socialización) más límpidas, quizás tendríamos que lidiar menos con las distorsiones de la belleza de una vagina (lugar de donde todos los seres humanos salieron, digamos de paso con el perdón del juego de palabras) esculpida en la tierra, en un terreno del interior de un estado del Nordeste que simboliza el tipo de poder y propiedad que engendró nuestro patriarcado en su modelo más degradante de las cualidades humanas de las mujeres”.

La vagina, también como imagen y como palabra, ha sido violada a través de los siglos. Atacada, escondida, censurada, eliminada. Lo que es nuestro origen de tantas maneras cuenta el mundo de ruinas, en ruinas, construido por hombres. En 2013, escribí en este espacio una columna llamada “Vagina”, sobre los más recientes escándalos causados por aquellos que no pueden soportar verse en ella. “¿No es tremendamente instigador que, a estas alturas de la aventura humana, la vagina de las mujeres todavía asombre tanto que la violencia contra ella parece haber resurgido?”, preguntaba.

Un año antes, la tienda online de Apple había censurado la vagina como palabra, al silenciarla con asteriscos en el título del libro de Naomi Wolf: V****: una nueva biografía de la sexualidad femenina (Editorial Kairós). La Academia Brasileña de Letras interrumpió la transmisión por Internet de la conferencia del crítico de arte Jorge Coli. Fue censurado cuando pronunció la palabra “coño” y mostró El origen del mundo, el famoso cuadro del francés Gustave Courbet, que retrata una vagina entre unos muslos abiertos. Ese cuadro, quizás la vagina más atacada de la historia del arte, tiene una trayectoria que cuenta los problemas que tienen los hombres con el coño. A lo largo de su vida, el cuadro ha sido cubierto con un velo, a veces con una cortina, en otras con otra pintura. Solo se exhibió sin nada que lo ocultara después de que la familia de su último propietario, el psicoanalista francés Jacques Lacan, lo donara al Museo de Orsay de París.

Es posible que Naomi Wolf tenga razón cuando dice que “la revolución sexual occidental ha fracasado”. O, al menos, “no funcionó lo suficientemente bien para las mujeres”. En su biografía de la vagina, Wolf la entiende como “el órgano sexual femenino en su totalidad, desde los labios hasta el clítoris, desde el introito y la entrada del útero”. Esta totalidad forma una compleja red neuronal en la que hay al menos tres centros sexuales —el clítoris, la vagina, el cuello del útero— y posiblemente un cuarto: los pezones. Naomi sostiene que la vagina no es solo carne, sino un componente vital del cerebro femenino, que vincula el placer sexual amoroso con la creatividad, la confianza en sí misma y la inteligencia de la mujer.

La conclusión es obvia y no es nueva, aunque no por eso es menos importante: masacrar la vagina —ignorándola o convirtiéndola en algo sucio, prohibido y vulgar, ya sea con palabras o acciones— masacra a las mujeres en la totalidad de lo que son. Al aniquilar la vagina, se aniquila la mujer entera, se secuestra su potencia. “Contrariamente a lo que se nos hace creer, la vagina está lejos de ser libre en Occidente en los días de hoy”, dice Wolf. “Tanto por la falta de respeto como por la falta de comprensión del papel que desempeña”.

La vagina esculpida por Juliana Notari se ha convertido en parte de esa historia. En el Brasil dominado por el bolsonarismo, los sentidos de los ataques al coño alcanzan capas aún más profundas. Hay quien cree que, con el fin de la renta de emergencia que recibieron decenas de millones de personas, la popularidad de Bolsonaro caerá. Es probable. Pero solo en parte. Como ya escribí en un artículo anterior, muchos lo eligieron para garantizar otro salario: el psicológico. En 1935, el pensador negro W.E.B. Du Bois, uno de los mayores intelectuales estadounidenses del siglo XX, creó esta expresión para explicar la función del racismo, que le da al blanco puteado la sensación de superioridad porque alguien está en una situación peor que la suya, en este caso el negro.

El fenómeno de los déspotas elegidos —como Bolsonaro, Trump y otros— puede explicarse con este concepto ampliado a las mujeres y la comunidad LGBTQ+. Para que el salario psicológico tenga efecto, hay que seguir subyugando a otro, sobre todo en un momento en que los subyugados habituales han empezado a protestar con más vehemencia. Por eso Bolsonaro se disciplina para mantener constantes los ataques racistas, homofóbicos y misóginos. Bolsonaro calcula y crea noticias para mantener el valor de compraventa del salario psicológico.

Al igual que Estados Unidos tendrá que lidiar con lo que Trump representa mucho más allá del Gobierno de Joe Biden, la enfermedad mental de la sociedad brasileña, de la que Bolsonaro es tanto producto como productor, aún podría darle un segundo mandato. Tanto Trump como Bolsonaro no son solo uno, sino muchos. No basta con sacarlos del poder por medio de un impeachment, de un juicio que los responsabilice de sus crímenes o por medio de unas elecciones. Hay que cambiar la cultura que deforma las mentes, que les hace ver monstruosidades en las vaginas y les hace destruir a las mujeres de varias maneras y también literalmente, como le sucedió a la concejala brasileña Marielle Franco. Lo más importante es educar a las personas para que no dependan del salario psicológico, para que no dependan de él hasta tal punto que adhieran a lo que las destruye. Las subjetividades no son efectos secundarios. Al contrario: mueven el mundo.

Sí, la obra creada por Juliana Notari es una herida de 33 metros que denuncia una herida inmensamente mayor. Por la potencia del arte, esta herida hecha de hormigón armado y resina se convierte en carne, vagina. Y genera vida en este Brasil aplastado por la banalización de la muerte de casi 200.000 personas. La gigantesca vagina rojo-sangre salvó nuestra Nochevieja de la Natación del Macho que Mata después de la Navidad Feminicida. Señaló dónde está la cura de Brasil.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil, construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro.

Web: elianebrum.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter, Instagram y Facebook: @brumelianebrum.

Traducción de Meritxell Almarza

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