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COLUMNA
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La Escuela de Miami

¡Quién fuese tertuliante venezolano en el sur de la Florida! Sesentón, de sanguínea talla XL, es amigo íntimo de la diáspora en Madrid, Los Ángeles, Calgary, Bogotá, Doha o Sidney

Ibsen Martínez
Venezolanos viajan de Miami a Nueva Orleans para votar después del cierre del consulado en Miami.
Venezolanos viajan de Miami a Nueva Orleans para votar después del cierre del consulado en Miami.PAULA BUSTAMANTE (AFP)

¡Quién fuese tertuliante venezolano en el sur de la Florida!

Sesentón, de sanguínea talla XL, estentóreo mamador de gallo, es amigo íntimo del quién-es-quien de la diáspora venezolana en Madrid, Los Ángeles, Calgary, Bogotá, Doha o Sidney.

La duda y él jamás coinciden en un mismo tiempo y lugar. “Vamos a ser serios, pana; vamos a estar claros, dejémonos de vainas” son sus robustas expresiones, sus frases conjuntivas favoritas. Con ellas, por cierto, y con su campechanía, sale avante en los programas de opinión que suelen tenerlo como invitado.

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Durante décadas, allá en Caracas, sus saberes sobre política doméstica estadounidense se condensaban en la noción de que a John F. Kennedy lo mataron en Dallas y que no se sabría nunca de parte de quién. Desde que se mudó al Miami-Dade County, sin embargo, nada en la Unión Americana lo toma desprevenido, nada lo desconcierta; lo tiene todo claro, como Trump.

El rango de sus temas se ha ido ensanchando y hoy es un superlativo difusor de mistificaciones conspiranoicas globales: “Juan Manuel Santos es ficha de las FARC”, “a George Soros le gustan los chamitos”, o bien “el New York Times fue colonizado por el chavismo”. Sus trinos, trufados de OMG y WTF, son tan enfáticos como su habla hecha de espanglish, trasfundida por expresiones cubanas y fórmulas del mercadeo online. Cada tanto suelta un “whatever”, un “aplican condiciones”.

Tendemos los humanos a pensar que nuestra parroquia es excepcional. Bien prevenido de ello, me atrevo a sostener que la clase media venezolana, esa especial inflorescencia caribeña, ya irreversiblemente en vías de extinción, que pudo vislumbrar un haz de plenitudes durante los quince minutos que fueron del boom de precios causado por embargo petrolero decretado por los países árabes de la OPEP, en 1973, hasta los motines y saqueos del Caracazo, en febrero de 1989, contrajo durante nuestra vertiginosa “petroembriaguez” un singular horror a la complejidad del mundo y de las ideas que circulan en él.

En poco menos de veinte años, una parte muy grande de esa clase media se ha visto dispersa por todo el planeta y afronta, con mayor o menor éxito, las calamidades que el desarraigo trae consigo. La menguante porción de ella que permanece en el país no distingue ya su suerte de la de los más depauperados. Acaso para no desesperar del todo ante el doloroso pero irrefutable fracaso de Venezuela como nación, muchos de esos venezolanos de la élite instruida no atinan hoy sino a sobresimplificar.

Esa impaciencia para con las verdades complejas no es, como fenómeno, algo fácilmente explicable, pero ciertamente no soy el único en advertir una de sus más dañinas manifestaciones: una actitud reaccionaria —que no conservadora— ante la petrificación del proceso político venezolano y los dinámicos vaivenes del resto del continente.

Los analistas globales, sobrepasados por los sucesos, no terminan de explicarse las sorpresas que trajeron consigo las elecciones en La Paz cuando en Santiago de Chile se impone la gana de que un congreso renovado redacte una nueva Constitución, la izquierda democrática experimenta un auge en Colombia y Leopoldo López sale inopinadamente al exilio. Todo a menos de dos semanas de las presidenciales de Estados Unidos.

Sin embargo, mi tertuliante, de muy buena fe, atribuye todo lo que pasa en el continente ¡y hasta en España! a la proterva acción del Foro de Puebla y a las maquinaciones de Nicolás Maduro.

Como él hay legión y su receta restauradora del orden universal se llama Donald Trump.

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