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Columna
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Sagitario A*

Einstein descartó los agujeros negros como un antojo matemático. Se equivocó

Javier Sampedro
El físico Albert Einstein en 1929.
El físico Albert Einstein en 1929.ullstein bild Dtl. (ullstein bild via Getty Images)

Alta y clara en el cielo austral, encajada entre Capricornio y Escorpio y noveno signo del zodiaco según la tradición astrológica, se alza la constelación de Sagitario, un grupo de estrellas donde los babilonios creyeron reconocer hace 3.000 años un centauro que dispara una flecha. Menos mal que las imaginaciones mesopotámicas no pudieron conocer que una pequeña región del oeste de esa constelación constituye la más poderosa fuente de radioondas de nuestra galaxia. Se llama Sagitario A*, y hoy sabemos que es el centro puntual de la Vía Láctea. También sabemos que alberga un Gargantúa cósmico, un agujero negro supermasivo que hace girar a las estrellas cercanas a unas velocidades inexplicables de otro modo. Esa percepción teórica y observacional acaba de merecer el Nobel de Física. Tiene sentido, porque es un salto de gigante en nuestro conocimiento del mundo.

Los agujeros negros son una invención humana que se ha hecho carne. Se desprenden directamente de la teoría de la relatividad general formulada por Einstein hace más de 100 años. Recuerden: la materia le dice al espacio cómo curvarse, el espacio le dice a la materia cómo moverse. Sólo unos meses después de que Einstein completara esa teoría, un físico alemán que estaba pegando tiros en el frente ruso durante la Gran Guerra, Karl Schwarzschild, se dio cuenta de que una masa muy grande confinada en un espacio muy pequeño debía deformar el espacio de una manera tan drástica que nada que atravesara su “horizonte de sucesos” (o radio de Schwarzschild) podría escapar de allí. Es como un gua tan empinado que no deja escapar ni a las canicas más rápidas, como los fotones de luz. Ni la materia ni la información pueden librarse de su invencible tirón gravitatorio.

Schwarzschild murió poco después de concebir esa idea extraordinaria, inferida directamente de las ecuaciones de Einstein en una trinchera bélica donde su ocupación consistía, o debería haber consistido, en calcular las trayectorias de los proyectiles de artillería. Walter Isaacson, biógrafo definitivo de Einstein, ve el caso de Schwarzschild como un eco del propio Einstein, que desarrolló la relatividad “mientras examinaba solicitudes de patente para la sincronización de relojes”. Sincronizar los relojes tiene una relación estrecha con la relatividad, una teoría donde el tiempo se dilata como en un cuadro de Dalí. Y la trayectoria de una bomba es un ejemplo de manual de la gravedad en acción. A veces hay que volver a lo más básico para romper el marco y dar un gran salto adelante.

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Antes de morir, sin embargo, Schwarzschild tuvo tiempo de enviar a Einstein sus resultados por correo. La reacción inicial de Einstein rebosaba entusiasmo. “Jamás habría esperado que la solución exacta al problema pudiera formularse de una manera tan simple”, le respondió a Schwarzschild. Y fue el propio Einstein quien trasladó sus hallazgos a la Academia Prusiana. Pero al final incluso Einstein, tal vez el pensador más rompedor de la historia de la ciencia, se echó atrás ante las implicaciones de la idea. El espacio-tiempo se curvaría infinitamente en el centro del agujero negro, el tiempo se contraería hasta cero, un viajero que se aproximara al horizonte de sucesos le parecería paralizado a un observador externo. Así que Einstein descartó los agujeros negros como un antojo matemático de mal gusto. La Academia Sueca acaba de reparar ese error.

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