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Leyendo de pie
Columna
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Marea negra en el golfo triste

Desde fines de julio las colonias de coral y los bosques de mangle del parque de Morrocoy, en Venezuela, han sido afectadas por un derrame de hidrocarburos originado en una disfuncional refinería

Ibsen Martínez
La playa de El Palito en Puerto Cabello, en Venezuela, tras ser contaminada con petrlóleo, en una imagen de agosto de 2020.
La playa de El Palito en Puerto Cabello, en Venezuela, tras ser contaminada con petrlóleo, en una imagen de agosto de 2020.Samuel Cabrera (EFE)

La costa de Venezuela ha tenido dos golfos tristes.

El primero fue llamado así por los conquistadores durante el tercer viaje de Colón, en 1498, y es el que actualmente se conoce como golfo de Paria.  Allí desembocan en el Atlántico las grandes bocas del río Orinoco— la de Dragones, la de Navíos, la de la Sierpe –, sus aguas separan el continente de la vecina isla de Trinidad.

El otro golfo triste se encuentra mucho más al oeste del mapa, ya propiamente sobre la costa Caribe, y se extiende desde Puerto Cabello, en el Estado Carabobo, hasta la punta de Tucacas, en el Estado Falcón.

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¿Que por qué llamaron “triste” a este rincón del Caribe? Que lo diga el conde de Ségur, diplomático francés que visitó Caracas a fines del siglo XVIII.

En sus memorias, el conde comenta su viaje desde La Guaira – el puerto de Caracas— a Puerto Cabello, 200 kilómetros al oeste, siguiendo la línea costera: “La masa de esas altas montañas difunde su sombra sobre el mar y propicia pensamientos melancólicos. Nunca un nombre fue tan justamente aplicado como el de golfo triste que se le da al golfo de Puerto Cabello”.

Es fama que Joseph Conrad, de paso por esta costa, tomó las aguas de Puerto Cabello— tan serenas que un cabello de mujer podría servir de amarra a cualquier buque— como modelo de su ficcional bahía de Sulaco, en la novela Nostromo. En el confín occidental del golfo se encuentra el Parque  Nacional de Morrocoy, uno de los parajes más sobrecogedoramente hermosos que pueda hallarse en el Caribe sur.

Aunque comprende también zonas terrestres, su atractivo mayor son sus aguas tranquilas y claras, templadas todo el año. Un singular patrón de mareas propició, en el curso de siglos,  la aparición de pequeños atolones coralinos frente a una costa de tupidos manglares. Venezolanos de toda condición social y de todos los rincones del país hacen largas travesías no más por gozar de sus playas.

En conjunto, Morrocoy alberga centenares de ecosistemas sumamente frágiles. Desde fines de julio las colonias de coral y los bosques de mangle del parque se han visto atacadas por un derrame de  hidrocarburos originado en una disfuncional refinería situada a 200 kilómetros al oriente del parque. Todas las playas de la línea costera han sido afectadas por el derrame.

Obligada por la escasez de gasolina y las dificultades para proveerse de ella en el exterior, la dictadura de Maduro no ha tenido más camino que echar a andar sus refinerías, inoperantes desde hace años, y hacerlo a trancas y barrancas, con ayuda técnica iraní o sin ella. Cada vez que lo intenta, sobrevienen explosiones, incendios o derrames como el que arrasa actualmente a Morrocoy.

El profesor Eduardo Klein, del Centro de Biodiversidad Marina  de la  Universidad Simón Bolívar, juzgando imágenes  satelitales, calculaba en 26.000 los barriles de hidrocarburos de diversa naturaleza  vertidos al mar desde el pasado 19 de julio. “Más del doble del derrame de la isla Mauricio”, estima Klein. La mancha podría extenderse más allá de los 250 kilómetros cuadrados y contaminar otros 310 kilómetros de  línea costera.

Un informe técnico, citado por The New York Times, afirma que, tan solo entre 2010 y 2018, en Venezuela se han registrado más 46.000 derrames tóxicos, en total unos 856.000 barriles de petróleo. Es otra consecuencia del desguace de la  industria petrolera que comenzó hace casi 18 años cuando Hugo Chávez despidió punitiva y masivamente a 20.000 gerentes y técnicos que lo habían desafiado con una huelga.

Casi al mismo tiempo que ocurría el derrame de la refinería, un tanquero con más de un millón 300.000 barriles de crudo a bordo,  varado en el oriente del país desde hace cinco años por falta de mantenimiento— su  tripulación se reduce hoy a solo tres hombres—, comenzó a escorarse hacia estribor. Su hundimiento y el subsiguiente  derrame del crudo se juzgan ya inevitables.

Hace menos de dos meses se detuvo el último taladro de la petrolera estatal venezolana que, en 1997, apenas un año antes del ascenso al poder de Hugo Chávez, se contaba entre las cinco transnacionales del mundo no solo en términos de valor comercial sino en eficiencia operativa y, especialmente, en  prevención de accidentes.

La pandemia, la emergencia alimentaria, la discordia de la  oposición y la represión del régimen postran a los venezolanos mientras lo que queda de su otrora pujante industria petrolera degrada de modo macabro el ambiente de un país bello y generoso.

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