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Columna
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Sierra Morena

En el bar de Conquista, al norte de Córdoba, dicen que conoció el rey Juan Carlos I a Corinna Larsen en una montería a la que estaban invitadas las escopetas más distinguidas y aristocráticas de toda Europa

Julio Llamazares
Foto de archivo de Juan Carlos I, en junio de 2018.
Foto de archivo de Juan Carlos I, en junio de 2018.Europa Press

En el bar de Conquista, al norte de Córdoba, adonde el fotógrafo José Manuel Navia y yo llegamos después de cruzar Sierra Morena por el antiguo camino de la Plata que unía Madrid con Sevilla como Cervantes hizo tantas veces (íbamos tras sus pasos), los parroquianos, muchos de ellos empleados en la finca La Garganta, perteneciente al duque de Westminster y con sus 17.000 hectáreas de extensión la mayor de todo el país, lo tenían claro: muchos de los que acuden a cazar a ella no van a cazar ciervos precisamente. En esa finca que ocupa el centro de Sierra Morena, incluidos poblados mineros como el del Horcajo y estaciones abandonadas del tren que trasladaba el mineral de plomo hasta Peñarroya, dicen que conoció el rey Juan Carlos a Corinna Larsen en una montería a la que estaban invitadas las escopetas más distinguidas y aristocráticas de toda Europa.

El que fuera considerado durante años un rey campechano y sencillo llevaba desde hacía muchos una doble vida, la oficial, que era la que difundía la prensa: de hombre responsable y familiar, preocupado por su país en todo momento y atento siempre a sus obligaciones como rey, y la secreta, que nada se distinguía de la de sus antecesores Borbones en el trono: monterías, amantes, negocios, viajes de placer… La gente lo imaginaba, pero, como le caía bien por su campechanía y porque —no nos engañemos— en España sigue gustando que los que mandan tengan un lado golfo (siempre que sean hombres, por supuesto), hacía como que no lo sabía. Como es natural, el rey se creyó invisible y como él algunos de su familia y de los que los rodeaban. Pese a lo que muchos en el país pensaban: que la española era una monarquía moderna, democrática y europea, seguía teniendo el mismo comportamiento que antes de su abolición.

Pero tampoco hay que cargar solamente contra un rey caído, atrapado en sus propios enredos y convertido ya en un personaje de Shakespeare, sólo que con tintes valleinclanescos y berlanguianos, porque él no fue el único que creyó que, pasadas las tensiones de los primeros años de la Transición y comprobado que socialistas y comunistas ya no mordían, al revés: se habían convertido al capitalismo, se dedicó a disfrutar de su patrimonio y de las posibilidades que le brindaba un país en expansión que de repente era Jauja para todo el que anduviera listo. En poco tiempo, Sierra Morena se empezó a llenar de escopetas y personajes que hacían negocios entre sombreros verdes con pluma y putas de lujo como en sus mejores tiempos, a la vez que se convertía de nuevo en la metáfora de un país que nunca había abandonado el bandolerismo, si bien este tomara ahora otra apariencia y se desarrollara lejos, en los despachos de algunas instituciones y empresas y en la sede de algún partido político, cuyos dirigentes se dejaban ver también en las monterías al lado de los banqueros y de los aristócratas. España seguía siendo la de siempre, la de los buenos tiempos y las desigualdades, esa que mira pasar el AVE a 300 kilómetros por hora junto a poblados mineros y campesinos semiarruinados y casas de campo sin luz eléctrica, como la de Felipe Ferreiro y Carmen, propietarios de la Venta de la Inés, que Cervantes cita en sus obras. Esa es también la herencia del juancarlismo y la Transición, pero Juan Carlos no es el único responsable de ella.

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