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Columna
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Irresponsabilidad cívica

A los poderes públicos ya solo les queda amenazar con nuevos confinamientos. La consecución del fin, el combate a la pandemia, ahora depende de nosotros. Y los resultados ya vemos que no son buenos

Fernando Vallespín
La playa de Bogatell, el pasado 13 de junio, primer fin de semana de baño permitido en las playas de la capital catalana.
La playa de Bogatell, el pasado 13 de junio, primer fin de semana de baño permitido en las playas de la capital catalana.Albert Garcia

“El Estado liberal secular vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar”. Esta críptica frase es de un iuspublicista alemán, E. W. Böckenförde, y ha sido interpretada en distintos sentidos. A la postre, viene a decir que los medios de los que se valen los Estados para imponer sus fines —la coerción del derecho, fundamentalmente— acaban encontrando siempre un límite en la propia libertad y las actitudes de los ciudadanos. Si estos no colaboran en el mantenimiento de las instituciones, las dotan de confianza y propician una vida civil cohesionada y participativa no es mucho lo que aquel puede hacer. Lo intentará, pero no está en sus manos el que los ciudadanos se comporten de una determinada manera. Como con casi todo, Aristóteles lo supo decir de manera mucho más clara y simple: la virtud de la polis se sustenta sobre las virtudes de sus ciudadanos.

He vuelto a recordar al viejo Böckenförde con motivo de la extensión de los rebrotes de la covid en algunos lugares de nuestra geografía. De poco sirve tanto estado de alarma, tanta llamada a la responsabilidad de los ciudadanos si luego estos hacen de su capa un sayo. A partir de un cierto momento a los poderes públicos ya solo les queda amenazar con nuevos confinamientos. La consecución del fin, el combate a la pandemia, ahora depende de nosotros. Y los resultados ya vemos que no son buenos.

¿Por qué esta irresponsabilidad? Quizá porque las democracias han tendido a fijarse exclusivamente en los derechos de los ciudadanos, no en los deberes cívicos. No hay político que no haga la pelota a la gente, que no le diga lo que quiere oír. Como el Zelig de Woody Allen, se mimetizan con lo que creen que son los deseos de los electores. Y esto es lo que explica el fracaso de los líderes populistas a lo largo de esta crisis.

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Entre las enseñanzas de la covid, hay dos que me parecen cruciales. Una es la importancia del liderazgo, el saber transmitir a los ciudadanos cuál es el interés general y conseguir su complicidad. Y otra, la propia cultura cívica que favorece el establecimiento de esa cooperación que proporciona la adecuada combinación de derechos y obligaciones ciudadanas, donde, por ejemplo, la salvaguarda de la libertad de los unos no se confronta al deber de preservar la seguridad sanitaria de los otros. (Por cierto, a lo que ahora mismo estamos asistiendo es a la refutación empírica de esa esperanza en que la pandemia iba a hacernos a todos más solidarios y comunitarios, más propensos a abandonar nuestro “individualismo capitalista”).

Pero no nos distraigamos. Decíamos que sin virtudes ciudadanas, sin ese componente esencial del republicanismo cívico, no hay fortaleza institucional. Por eso no basta con acusar solo a los políticos, nosotros somos también corresponsables. Y sin embargo, ya hemos visto que la cosa no es solo de abajo-arriba, sino también top-down. Si quienes ostentan —u ostentaban— las más altas instituciones del Estado dejan de ser virtuosos o se les acaba pillando en graves faltas de moralidad pública se rompe también esa delicada fibra que sustenta a los cuerpos democráticos. La ejemplaridad de los de arriba importa. ¡Y mucho!

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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