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Columna
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La navaja de Ockham

Al ministro de Hacienda Paulo Guedes le gustaría integrar Brasil a un club del librecambio como la Alianza del Pacífico. ProSur es para él una escala en ese viaje

Carlos Pagni
Foto de familia de los mandatarios de ProSur, en Chile, en 2019.
Foto de familia de los mandatarios de ProSur, en Chile, en 2019.Agencia Makro (Getty Images)

“Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem”. “Los entes no deben multiplicarse sin necesidad”. El franciscano Guillermo de Ockham formuló esa regla, conocida como la navaja de Ockham. La diplomacia latinoamericana la viene ignorando desde hace tiempo. Las agrupaciones, organizaciones y clubes internacionales se multiplican sin que esté clara su necesidad. OEA, Aladi, Mercosur, Alianza del Pacífico, Celac, Grupo de Lima, son algunos de ellos. Unasur se fue desangrando, hasta quedar reducido a dos países: Bolivia y Venezuela. Perú suspendió su participación. Colombia, Brasil, Chile, Argentina y Uruguay lo abandonaron. Montaron otra tienda: el Foro para el Progreso de América del Sur (ProSur). Fue una iniciativa lanzada en enero del año pasado por el colombiano Iván Duque y el chileno Sebastián Piñera para “promover la democracia, la independencia de poderes, la economía de mercados y la agenda social con sostenibilidad”. La intención era obvia: aislar a Bolivia, entonces bajo el mando de Evo Morales, y a la Venezuela de Nicolás Maduro.

El martes de la semana pasada, ProSur celebró una reunión, coordinada por Piñera, de la que participaron los presidentes de Colombia, Ecuador, Paraguay y Uruguay, y los cancilleres de Brasil, Perú y Bolivia. Cuando se repasa la lista surgen dos novedades. La aproximación de Bolivia, ahora presidida por Jeanine Áñez, y la ausencia de la Argentina, que está siendo gobernada por el kirchnerista Alberto Fernández.

La agenda formal del encuentro fue, como era de prever, la pandemia. Se analizaron estrategias para normalizar la economía, la posibilidad de coordinar compras de insumos sanitarios y se organizaron gestiones conjuntas ante el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional para obtener auxilios financieros.

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Parece un temario neutral. Pero Ernesto Araújo, el canciller de Brasil, se encargó de inyectarle temperatura. Desde su trinchera de Twitter, después de narrar la reunión, agregó: “Otras ‘iniciativas’ como el Grupo de Puebla parecen utilizar el pretexto de la integración y la solidaridad para promover proyectos sin compromiso con la democracia y permeables al narcotráfico, el crimen organizado y otras dolencias”. Hay una curiosidad en la comparación. El Grupo de Puebla no es una asociación de países, sino de partidos que están en la oposición. Allí figuran el PT brasileño, con Lula da Silva y Dilma Rousseff. Socialistas orgánicos y disidentes de Chile. Rafael Correa, de Ecuador. El Frente Amplio uruguayo. El Movimiento al Socialismo boliviano, de Morales y Álvaro García Linera. Y el paraguayo Fernando Lugo.

Sin embargo, en el Grupo de Puebla revistan también Alberto Fernández y su canciller, Felipe Solá. Es decir, Argentina como Estado. Esta participación le da un significado especial a las severas acusaciones de Araújo: son un nuevo round en el conflicto entre los Gobiernos brasileño y argentino. Se explica mejor ahora la ausencia de estos últimos en la reunión de ProSur.

La participación de Fernández en el Grupo de Puebla es una expresión de la tensión del Gobierno argentino con todos sus vecinos. El presidente suscribe documentos en los que son fustigados los Gobiernos de los demás países. Este pasable aislamiento es un fenómeno novedoso en la región. No es el único. Se complementa con un juego también nuevo de parte de otros actores. Brasil, Paraguay y Uruguay han acelerado, para malestar del kirchnerismo, varias negociaciones de apertura comercial. Con Japón, Singapur, Corea del Sur. Está pendiente la suscripción definitiva del acuerdo del Mercosur con la Unión Europea. Y, en un horizonte todavía brumoso, un tratado de libre comercio con los Estados Unidos. Son movimientos que repliegan al Ejecutivo argentino, defensor del proteccionismo.

Hay otras novedades. La menos esperada es un activismo desconocido en la relación entre Brasil y Chile. Los Gobiernos de Bolsonaro y de Piñera están negociando un emprendimiento estratégico: un tendido de fibra óptica para facilitar las comunicaciones entre Asia y América del sur. En el proyecto podrían participar Japón, Australia, tal vez China. Pero establecería una condición inusual para el diseño: que no pase por Argentina. Es decir, que vaya desde Chile a Brasil atravesando Bolivia y Paraguay. La aproximación chileno-brasileña incluye acuerdos entre el presidente Piñera y el gobernador del Estado de São Paulo, João Doria, para proyectos tecnológicos, sobre todo en el terreno de la medicina y la investigación espacial.

Los vínculos entre Brasil y Chile han sido siempre escasos. Aunque los chilenos recuerdan con gratitud el apoyo que recibieron de los brasileños durante la Guerra del Pacífico, que está asociada al nacimiento mismo del país moderno. Argentina, en aquel conflicto, respaldó a Perú.

En el actual contexto histórico, esta aproximación, igual que el activismo brasileño en ProSur, no son episodios anecdóticos. Expresan la aceleración de uno de los procesos más relevantes que, desde hace décadas, se registran en América del sur. La liberalización de la economía brasileña, que tuvo su primer impulso en los años 90 con Fernando Henrique Cardoso, y solo conoció un breve letargo con Dilma Rousseff. El motor de este cambio no es tanto Bolsonaro como su ministro de Hacienda, Paulo Guedes. Un admirador de la experiencia económica de un país como Chile, tan distinto del suyo. A Guedes le gustaría integrar a Brasil a un club del librecambio como la Alianza del Pacífico. ProSur, que sería una redundancia para Ockham, es para él una escala en ese viaje. La pandemia puso al mundo en pausa. Pero una de las incógnitas que se deben despejar en América Latina después de la tormenta es la del éxito o el fracaso de esa apuesta brasileña.

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