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Tribuna
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El virus en la frontera greco-turca

Como era de esperar, la pandemia ha llegado ya a los campos de refugiados, hacinados e insalubres

Blanca Garcés Mascareñas
Una niña con mascarilla para protegerse de la covid-19 en el campo de refugiados de Moria, en Grecia.
Una niña con mascarilla para protegerse de la covid-19 en el campo de refugiados de Moria, en Grecia.Elias Marcou (REUTERS)

Los efectos de la covid-19 se han dejado sentir de forma inmediata en la frontera greco-turca. El miedo a la pandemia ha permitido justificar lo que hasta ahora parecía injustificable: del cierre de facto de los campos de refugiados a la retirada de las ONG de ayuda humanitaria. Incluso se ha vuelto a hablar de concentrar a los refugiados en islas desiertas al estilo de Australia. También como efecto de la covid-19 se han acallado las voces más críticas, ya sea porque el confinamiento en tiempos de confinamiento es más fácil de aceptar o por la suspensión en la práctica del derecho a manifestación cuando lo que impera son medidas de distanciamiento social. Sin embargo, desde una perspectiva histórica, nada es nuevo. La covid-19 permite imponer otro estado de excepción (con limitaciones graves a los derechos fundamentales) en un espacio ya marcado por múltiples excepciones.

El primer estado de excepción se impuso justo hace cuatro años con el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía. ¿Por qué excepción? Porque el acuerdo no fue un acuerdo sino una simple nota de prensa. El Tribunal de Justicia de Luxemburgo lo definió como un pacto informal entre Turquía y los Estados miembros y, dada su informalidad, en febrero de 2017 se declaró impotente para valorarlo. Nada más excepcional: a pesar de imponerse de forma implacable sobre los migrantes, su inexistencia formal lo hizo vaporoso (y, por lo tanto, no evaluable) por parte de los tribunales de justicia. Pero el acuerdo también representó un estado de excepción en tanto que impuso restricciones geográficas a la movilidad de los solicitantes de asilo. Salvo en los casos más vulnerables, los migrantes quedaron atrapados en las islas griegas con el objetivo de facilitar el fin último del acuerdo: la devolución a Turquía de todo aquel que hubiera entrado irregularmente.

Además, tras el acuerdo, los campos de refugiados se convirtieron en agujeros negros de derechos fundamentales. Los medios de comunicación y las principales organizaciones locales e internacionales lo han denunciado sistemáticamente: desde hacinamiento, temperaturas invernales (quién no recuerda las tiendas bajo la nieve) sin agua caliente ni calefacción y falta de higiene, hasta nutrición limitada, asistencia médica inadecuada y altos grados de inseguridad en los campos. En los últimos dos años, estas condiciones han empeorado (si cabe) dado el repunte en el número de llegadas y los criterios cada vez más restrictivos a la hora de transferir a los más vulnerables hacia el continente. No es un problema de incapacidad y recursos. Turquía tiene campos de refugiados en mejores condiciones. Es una miseria programada que busca tener un efecto disuasorio sobre los que todavía podrían estar por llegar.

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El segundo estado de excepción llegó a principios de marzo con la decisión de Atenas de suspender el derecho de asilo. Esta medida sin precedentes se justificó de dos maneras. Por un lado, se recurrió al viejo argumento de que la entrada irregular justifica el retorno irregular, es decir, sin tener que garantizar derechos tan básicos como el derecho de asilo. Esta misma justificación está detrás de la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (febrero, 2020), que avala las devoluciones en caliente en la frontera Sur. Por otro lado, la suspensión del derecho de asilo se ha justificado también desde la lógica de guerra. Bruselas acusa a Erdogan de usar a los refugiados como armas de guerra, pero no duda en legitimar una respuesta acorde: desde la actuación brutal del ejército heleno en frontera hasta la suspensión del derecho de asilo. Sin la solicitud de asilo como posibilidad, los migrantes se tornan en objetos fácilmente “detenibles” y “deportables”.

Así es como llegamos al escenario actual, con el miedo a la pandemia justificando nuevas medidas de excepción. Como era de esperar, ya se han dado casos de covid-19 en los campos de refugiados.Las condiciones de hacinamiento e insalubridad no harán sino acelerar y agravar la pandemia. Pero toda crisis implica al mismo tiempo una oportunidad. Ante esta situación, tenemos dos opciones. O seguir confinándonos y limitando derechos fundamentales, para despertar después en un mundo más distópico aún. O entender que no hay confinamiento efectivo ni a tanta miseria ni a una pandemia fuera de control, por más que se intente contener con alambre de espino.

Tal como piden distintas organizaciones internacionales, la propia ACNUR y diversas ciudades europeas, hoy más que nunca es necesario evacuar los campos de refugiados. Son 36.000 solicitantes de asilo en campos de refugiados (diseñados para 5.400 personas) repartidos entre cinco islas. La evacuación debe darse no solo al resto de Grecia, donde la situación en muchos casos ya es delicada, sino al conjunto de Estados miembros de la UE. Solo así podremos garantizar “sus” derechos, pero también “nuestra” seguridad. Si algo enseñan las pandemias es que, a diferencia de los postulados de extrema derecha, una cosa no va sin la otra.

Blanca Garcés-Mascareñas es investigadora de CIDOB.

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