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Estar sin estar
Columna
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La otra muerte de Orwell, el Otro…

Eric Arthur Blair no solo fue un ensayista ejemplar y un novelista profético, sino un amante sincero de las rosas

La otra muerte de Orwell, el Otro…
Jorge F. Hernández

Se llamó Orwell, sin el George (para no confundirlo conmigo). Bastián lo rescató hace casi tres lustros de un nefando dueño anterior que lo traía amarrado con un alambre en un patio miserable cercano al aeropuerto de lo que fue el Distrito Federal; se llamaba Igor, pero al llegar al nuevo hogar en Minerva lo bautizamos como Orwell y se presentó él mismo con Chesterton, el otro perro Basset Hound que iluminó lo que fue hogar para música, letras y constante tertulia. Cuando se fue Chesterton, Santi lo despidió con una treintena de amigos, al pie de la higuera que resguarda los ecos de tanta música y risas. Ahora se fue Orwell en silencio, pero en brazos de abrazos de mis dos hijos tan lejos de México.

El verdadero Orwell se llamó Eric Arthur Blair y murió dormido en su cama a la edad de 46 años, habiendo sido policía en Burma, enfrentado a un elefante de frente, andar desarropado y desarrapado en Londres y en París, pelear con heroísmo a favor de la República española donde narró que hay balas que entran por la piel como una filosa castaña hirviente… y hace poco la ensayista Rebeca Solnit tuvo a bien revelar que Blair, es decir Orwell, no solo fue un ensayista ejemplar y un novelista profético, sino un amante sincero de las rosas y las que cultivó en su jardín sobreviven en pétalos renovables como testimonios tersos de tanta hermosa flor floreciente que puebla los párrafos de sus crónicas, esos ensayos de verdadero pensador andante y las novelas de 1984 y Rebelión en la granja.

Tal como lo nombramos, Orwell el perro fue otro aventurero inmarcesible y travieso como cachorro incluso ya a la muy avanzada edad de casi tres lustros humanos (que son casi un siglo perruno). No fue policía, pero le ladraba –de lejos- a los engreídos pastores alemanes que lo miraban con soslayo y llegó a encarar un serio intercambio de olfatos con un inmenso y peludo pastor peninsular, que es casi como clonar al escritor que miró de frente a un elefante en Burma.

Al principio, Orwell no se dejaba tocar por nadie que no fuera su rescatista Bastián y luego, por Santi que se quedó a su lado en México cuando su hermano y yo decidimos conquistar Madrid. Poco antes de que Santi se uniera a dicha conquista, Orwell cruzó el Atlántico en la panza de un avión inmenso y se convirtió rápidamente en el orgulloso paseante del parque de El Retiro, en el detective incansable de todos los olores de las acercas –que ya no banquetas- y en el soberbio inglesito que me miraba de lado (a pesar de que yo pagaba las croquetas). Durante la pasada década intenté pasearlo con mi sobrepeso (y luego, de dieta) sin éxito, ganándome el apodo de Arrastraperros por el cruce de Narváez con la calle de Jorge Juan y en la Plaza de Felipe II consta un encuentro literario nada menos que con Lolita, la diminuta perrita de Antonio Muñoz Molina.

Orwell, como antes Chesterton, nos hacía releer en clave entrañable las obras de los escritores que les dieron sus nombres habiendo sido apellidos convertidos en homenaje y hace años me propuse añadir otro cachorro de la misma raza que se llamaría Galdós, y que sobreviviría a los fantasmas de los dos autores anteriores… pero el agua de azar dicta mensajes inapelables: la muerte del otro Orwell hace unas horas en Madrid nos ha tatuado a los tres con la contundente confirmación de que ya no somos niños, ni mis hijos con su infancia acompasada de felices ladridos y las primeras composiciones de la música que ahora florecen por escenarios profesionales (sin acallar los aullidos que lanzaba Orwell, sobre todo cuando a Bastián le daba por intentar el clarinete), ni yo mismo que le leía estas columnas antes de enviarlas al diario con la infantil ilusión de que me corrigiera erratas y lo aburrí sabuesamente con la maquinación de largos meses compartiéndole nudos y desenlaces no sólo de cuentos en potencia y novelas impotentes, sino con tribulaciones y pendencias de amores contrariados y hace poco, la infinita decepción que tiene el sabor de ciertas traiciones que provoca la ingratitud y la ambición despeinada.

Yo también asumo las canas de sentir que se me agotan las ganas de volver a pasear o ser paseado por un sabueso incansable; creo ya no poder recurrir al periódico en papel para intentar regular las micciones caninas (o propias) y creo que Orwell se fue en brazos de este mundo, en un feliz sueño de Madrid, quizá sabiendo con olfato de Sherlock Holmes que vuelo ahora a Barajas para hacer la dolorosa mudanza con la que yo mismo me despido de mi segunda aventura en España.

Habiendo sido silente guardián de no pocas horas en la librería más vieja de Madrid, Orwell ya vuelve a desfilar con paso andaluz a la sombra de Chesterton en el inmenso parque de El Retiro que vuela entre nubes de una memoria que me rodea como neblina de estación antigua de trenes, en todas las aceras recorridas que son como andenes cuadriculados por donde se arranca en sueños, las largas orejas al vuelo directamente a los brazos de mis hijos o esa sola mañana milagrosa en que mis hijos cantaban Las mañanitas y el pinche Orwell se paró en dos patas para felicitarme como si supiera que cumplía yo sesenta años.

Hay animales que nos llenan de vida en la callada manera con la que son incondicionales y en el ejemplo casi inexplicable con el que viven las horas ya como gatos desentendidos o cachorros olvidadizos, en la envidiable gracia con la que se entretienen con una bola de estambre o en la soberbia majestad con la que detectan enemigos incómodos, visitas latosas o la sombra de las lluvias. En México nos avisaban de los temblores y terremotos y en Madrid parecían advertir su apreciada rareza entre tanto caniche miniatura, inclinado mi Orwell ante las carantoñas de ancianas, ancianas ya muy ancianas que quizá vivieron por lo menos las secuelas del polvo y de la pólvora que respiró George Orwell, el Otro que anduvo por España oteando las caras de transeúntes que nos miran fijamente a los ojos como si nos conocieran de años, el que llenaba sus libretas con anotaciones y saliva empecinada en soñar un mundo donde las gallinas y los ovejas, el caballo percherón y la vaca infalible se levantasen en armas contra los cerdos más cerdos que creen siempre tener la razón nadando en sus propios estercoleros.

Que en el ya desaparecido hogar de Minerva en México naciera la música que ahora se llama Zuaraz en escenarios y grabaciones profesionales parece desprenderse de la semanal tertulia donde poetas, cuentistas y novelistas contribuían a la educación sentimental de mis hijos como si salieran en tercera dimensión las filosas filosofías y por lo menos una sigilosa novela de jueves con el nombre de Chesterton en la portada… y así también la pasada década en Madrid, donde ahora abren sus alas no de niños mis hijos y ya sin necesidad de buscar mascota de relevo, porque la sombra medio babosa de un Orwell de inmensas orejas (que le sirvieron de antifaz para la siesta) nos guía con una sombra de patas cortas y uñas largas (castañuelas entre el son jarocho y un tablao rodeado de libros) hacia el recuerdo ya imborrable de tanta vida que ladramos juntos.

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