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ESTAR SIN ESTAR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tapiado

Los libros de mis casas y el milagro de la librería donde laboré los pasados años han quedado ya tapiados en mi alma aunque pretendo volver pronto por los ejemplares más íntimos

columna tapiado
JORGE F. HERNÁNDEZ

Al volver de su primera salida, aún sin escudero elegido, el señor Quijana, vecino de un lugar que prefiero no ubicar, con precisión es llevado molido y agotado directamente a su cómoda cama de tan poco uso durante los meses que son años en que se dedicó a deambular noches y madrugadas en la sana enfermedad de la lectura por el puro placer de así conquistar el mundo, a contrapelo de rendirse a largas horas de sueño. Ese señor vuele apaleado de su primer intento por arreglar el mundo, desfacer entuertos, auxiliar a menesterosos y doblegar ogros, gigantes y malandros varios, pero además vuelve totalmente convencido de ser no más que Don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura.

El ama de su casa, su sobrina abnegada, el cura sabio del pueblo y el barbero de no pocas letras aprovechan que el rendido caballero andante duerme entre almohadones la resaca de su primera salida caballeresca y deciden arteramente no sólo tirar a la hoguera no menos de cien grandes libros henchidos de novelas de caballería, fantasía, fábula y ensoñación entrañable, sino además conciertan tapiar la biblioteca. Allí donde los estantes que se poblaron poco a poco con el delirio que habría de transformar la historia de la Literatura con mayúsculas, sólo queda un hueco de libreros vacíos, ratones desahuciados, polvo y migajas de versos… tras un muro encalado a las prisas.

Al despertar recuperado, Don Quijote queda azorado y mudo ante la pared blanca, pues “llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra” y hay una suerte de resignación dentro de su locura, convencido por ama y sobrina, pero sobretodo por su propia nebulosa mental con la que ahora mira a la realidad: todo esto ha sido producto de un encantamiento vil no de un diablo, “sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo…”.

Se cumplen con este abril 37 años en que dedico sus días y la mayor parte de sus noches y madrugadas en la religiosa lectura –que no re-lectura- de la más grande novela jamás escrita. Ahora, la leo tal como la primera vez hace ya tantos años desde México, lejos de La Mancha y entre todo el neblumo de la inmensa ciudad que parece llenar la casa de mi madre percibo impalpable la sombra del mismo encantador cabalgando sobre una serpiente emplumada que me ha jugado la broma de tapiar no sólo mi biblioteca de antaño, sino elevar en una hoguera de olvido los siete estantes de madera blanca que dejé tapiados en lo que fue mi habitación en Madrid hasta hace dos meses.

Mudo frente al muro de una amnesia que intenta atacar recuerdos entrañables, no tengo la menor idea en dónde queda la bodega desconocida donde se guardaron miles de libros de Minerva. No conozco el galpón donde quedó tapiada la mar de cajas, los miles de volúmenes, los libros firmados por autores admirables, los muñequitos de los estantes, los cuadros y cuadritos… tanta prosa pura, todas las historias y los cuentos, los versos añorados y libros como espejos. Tapiado vago por lo que fue hogar más que casa en sueños que atormentan la nueva lectura de la novela de Cervantes, imantado por ese capítulo en que nuestro Caballero de la Triste Figura parece encarnar también una metáfora agridulce: atrás han quedado los estantes de la librería más vieja de Madrid que tuve a bien salvar del abismo. Ese sueño llamado con un nombre tan unido al pergamino del tiempo sigue vendiendo libros de novedades y pulpa de adrenalina insuflada con una nefanda ingratitud callada y silenciosa de quien obvia mi partida o celebra mi elegante ausencia sin reparar ni mínimamente en el íntimo dolor que llora sobre el océano. Los libros de mis casas y el milagro de la librería donde laboré los pasados años han quedado ya tapiados en mi alma aunque pretendo volver pronto por los ejemplares más íntimos y todas las libretas y todos los dibujitos de enanitos en fila, personajes posibles y cuentínimos a escala de cuentahílos que pienso traer de vuelta a Mexico para así también romper el encantamiento de lo desconocido y liberar de su prisión ya década a los libros de México que se quedaron tapiados al irme a Madrid hace diez años.

Todo lo tapiado –según el ejemplo de Don Quijote- se liberará con la segunda, tercera y todas las salidas, el acompañamiento de los escuderos que son mis hijos y los más fieles amigos. Todo lo tapiado se abrirá de para con el amanecer del alba ansiada donde pueda volver a hojear con las yemas de los dedos todo lo leído en tantos pasados y pretéritos diferentes o diferidos para otro duelo a espada pero con pantuflas, otras lanzas en astillero y estilográfica en ristre, todo lo soñado por venir y así vencer triunfante a los diablos o maguitos encantadores que creyendo haberme herido quedarán debidamente y para siempre tapiados.

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