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Cartas de Cuévano
Columna
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Vivir para vernos

Esta es pues no más que una columna para celebrar un cumpleaños y llorar otra vez la década del deceso de Gabriel José de la Concordia García Márquez

ilustracion de Gabriel García Márquez
Jorge F. Hernández

Hoy ―al cumplir 97 años de su primer siglo de soledad acompañada— Gabriel José de la Concordia, hijo de Da. Luisa Santiaga Márquez y D. Gabriel Eligio García (homeópata y telegrafista de Aracataca), nieto de Tranquilina Iguarán Cotes, hermano de once almas de padre y madre, cuatro medios hermanos, esposo eterno de Mercedes Barcha Pardo, ambos amorosos padres de Rodrigo cineasta y Gonzalo tipógrafo, suegro y abuelo del entrañable árbol familiar multiplicado por no pocos amigos muy cercanos, sobrinos y millones de lectores… Gabo, pues, es el único escritor en la historia de este planeta de presentar hoy mismo una nueva novela —dicen que póstuma—, titulada En agosto nos vemos, en 40 idiomas simultáneamente, con una portada de verde follaje por donde deambula una silueta de mujer vestida de espuma bajo una sombrilla amarilla que parece hecha de alitas de mariposas del mismo color por entre las cruces y lápidas de un cementerio inútil.

Inútil panteón el de las almas intemporales, pues la epifanía casi inexplicable que inunda hoy al mundo en tinta de todas las lenguas es una rara confirmación de que la infinita literatura de Gabriel García Márquez ha de vivir mucho más allá de cien años de soledad, tras todos los amores de todos los tiempos del cólera y entre las incontables hojarascas que soplen sobre todas las anunciadas muertes y los funerales de nuestras madres y mamagrandes. Hace apenas un puño de meses el mundo entero escuchó con asombro y expectación una nueva canción de The Beatles, habiendo leído en las enciclopedias y el llanto que dos profetas del mítico grupo musical de Liverpool ha tiempo que habitan el Más Allá.

Celebro que la magia de las grabaciones y la cara amable de la llamada Inteligencia Artificial conceda resucitar la voz de John y las guitarras de George con la yema de los dedos, tanto como ahora me parece un favorable milagro poder celebrar el cumpleaños de Gabo a una década de su deceso como mejor se lo merece: con las yemas de los dedos sobre papeles traducidos a 40 lenguas o sobre luminosas pantallas de escritorio, telefonito o tableta. Si con el primer rumor parecía filtrarse la mala leche de la negación, acusar despropósitos y opinar de pura corazonada, hoy se asienta con razón la gratitud y el abrazo que le mando desde aquí a Rodrigo y Gonzalo por haber autorizado el festejo y además escribir al alimón el prólogo a la última escala del barco intemporal de la prosa de su papá, que seguramente se ríe a carcajadas desde la barandilla, abrazado a Mercedes y ambos mirando el atardecer hacia el horizonte inalcanzable de un atardecer envidiable. Abrazo y celebro la labor editorial de Cristóbal Pera, que se aventó la faena de alta costura y filología gambusina entresacando anotaciones y correcciones de las variadas versiones corregidas que terminaron con encajarse en 110 páginas escritas en tipografía Palatino de la infaltable Macintosh de la manzana o Apple tan de Gabo y Eva, William Tell y Newton, Blanca Nieves o los propios discos de The Beatles que seguirán girando ya para siempre con su lado de entera manzana verde o el lado B que la parte a la mitad.

Partamos a la mitad la supuesta manzana de una discordia innecesaria: quienes afirmen —como ha declarado mi admirado Salman Rushdie—que le preocupa que la publicación de En agosto nos vemos viola la voluntad del propio Gabo, en el sentido de que una vez recorridas no pocas de sus versiones llegó a decir que “esta vaina no sirve”, y decidió él mismo no mandarla a publicar en vida. Para cuando se acercaba el otoño del admirable patriarca de las letras con eñe, consta a sus hijos, un dilecto sobrino putativo y yo mismo que Gabo bogaba cada vez más en un apacible mar de olvidos y quizá su nublado entendimiento del mundo, de él mismo e incluso de todo lo suyo y los suyos opacaba la propia opinión sobre sus escritos. Además, si de veras quería evitar que el mundo leyera En Agosto nos vemos, la habría quemado él mismo o habría atestiguado su paso hoja por hoja en la guillotina previa a la papelera.

Si Franz Kafka hubiese querido de veras mandar a las llamas todas sus obras e instó a su amigo Max Brod a que quemase La metamorfosis (y demás obas maestras de su autoría), no le habría encomendado ese propósito como dicen que insistió. Soy de la idea de que si Franz le pidiese a Brod que buscara editor, correctores, diseño de portada, distribución y contratos de regalías para el montón de papeles que le señaló entre toses desde la cama, el amigo allí sí habría decidido mejor quemar el tambache… pues si un escritor dice en voz alta que reniega de sus originales o insinúa inéditos para olvido, en realidad realiza el inextricable gesto de volverlos póstumos, como si los enviase a la posteridad, directamente a la lectura de una generación venidera que termina por comprender radiográficamente todas sus tramas y traumas tras el filtro del tiempo.

Veamos que hoy mismo empiezan a leerse como fruto instantáneo las 110 páginas de una novela que el propio Gabriel García Márquez había adelantado y leído en Madrid hace años. La microhistoria no exenta de misterio, azar e intrigas que rodea ahora la publicación mundial de En agosto nos vemos ha sido magistralmente publicada en las páginas de este mismo diario por el periodista Iker Seisdedos, que buceó por entre las casi 100 cajas de papeles y 67 disquetes antiguos de computadora del maravilloso fondo como arca para Indiana Jones que resguarda el Harry Ramson Center de la Universidad de Austin, Texas (donde también reposan los fondos de las memorias de James Joyce, Virginia Woolf y David Foster Wallace, entre otros).

Veámonos ahora en la abierta ventana no solo de una novela que no merece amnesia, sino impulso para que hoy mismo nazca el próximo lector de Gabriel García Márquez, como exhortó Carlos Fuentes en una celebración de mariposas amarillas y raíles oxidados de un tren que flotaba entre la selva de Aracataca en Colombia, y veámonos hoy en la ventana abierta de la Casa-Museo que dirige Emilia, la nieta bella del propio Gabo: una casa de fuego donde hace no mucho se exhibieron no pocas cartas de Clinton y Kurosawa, Fidel y Umberto Eco, variopinto mural de corresponsales del mundo de ayer que le escriben a Gabito para amarlo y para que nos veamos hoy en el espejo de otro mundo donde los disquetes —si acaso— se utilizan como portavasos y creo no hay ningún autor escritor vivo que sea capaz no solo de publicar el mismo día en 40 idiomas una novela ecuménica y universal de nacimiento, sino un autor cuya muerte suscite llamadas telefónicas de pésame y gratitud tan bizarras y coincidentes como que me consta que a la Casa de Fuego llamó por una línea Barak Obama al mismo tiempo que entraba por la otra la voz cascada de Fidel Castro… y veámonos en el pliego interminable de la Literatura Universal donde hoy mismo celebran un cumpleaños de Gabo los fantasmas de Cervantes y Shakespeare, Hemingway y Neruda, Paz y Fuentes, Rulfo y Mutis y todos los que son sabedores de que la eternidad es en realidad una página en blanco. Por allá ronronea un gato imaginado por Borges en brazos de Julio Cortázar y sí, todos los autores de todos los idiomas que aquilatan el misterio de saberse leídos más allá de sus vidas en la Tierra, los que dejaron para luego y adrede novelas y cuentos como mensajes en una botella en la mar galáctica y todos los escritores y autoras, poetas y las cuentistas que habitaron el desdén y la ingratitud de contemporáneos para finalmente saberse leídos en gloria.

Debo a Diego García Elío y el impulso de su editorial El Equilibrista la buena ocurrencia de haber preparado con Mercedes Barcha un libro titulado Vivir para vernos, donde se publicarían un sinfín de fotografías como crónica visual del hermoso amor entre ella y Gabo desde el día en que se conocieron. Me honra la fraternal amistad con Diego que se extiende a diario con Rodrigo, Gonzalo y un Juan que echamos mucho de menos, pues es savia familiar como herencia de María Luisa Elío y Jomí García Ascot, padres de Dieguito que amorosamente becaron durante 18 meses al joven Gabo, que había decidido encerrarse tras una sábana blanca que colgó en derredor de una simple mesa de madera donde repiqueteaba la mágica máquina de escribir que transpiró como madrépora en medio de la selva imaginada la novela Cien años de soledad… dedicada para siempre a María Luisa y Jomí (salvo la posterior edición en francés que seguirá dedicada a Álvaro Mutis, que también participó en la manutención y fiel creencia de los dieciocho meses tras la sábana milagrosa… hace ya más de medio siglo).

La labor de Vivir para vernos me permitió durante varios meses volver semanal el peregrinaje a la Casa de Fuego, revisar interminables cajas de vistas nunca vistas de Gabo y Mercedes, de guayabera en Estocolmo, en bata y zapatos blancos parados al amanecer maravilloso en medio del jardín de su casa, de jóvenes en repetidas lunas de miel o del único viaje que realizaron a Buenos Aires. El libro se escribió a sí mismo con seis o siete casetes de audio donde Mercedes confirmaba lo bien que se le daba platicar, acompasada por no pocos humos de tabaco, algunas preguntas atrevidas o insistencias de mi parte y las sorpresivas apariciones del propio Gabriel García Márquez que jamás se enteró que hilábamos sobre las mesas de la casa un libro que se llamaría Vivir para vernos como eco de su propia autobiografía Vivir para contarla, sin imaginar los tres que dicho ramo de retratos quedaría en el olvido por orden fulminante y dictado injustificado de Carmen Balcells y su agencia literaria.

Vivir para vernos es pues hoy no más que una columna para celebrar un cumpleaños y llorar otra vez la década del deceso de Gabriel José de la Concordia García Márquez, pero deseo que vivamos hoy para ver o desear vernos en un mundo donde una novela sea capaz de parar la rotación del planeta, cesar aunque sea por los mínimos instantes que conforman un siglo entero las guerras y desgracias en más de 40 idiomas, iluminar la mirada de otros miles de lectores que hasta hoy no conocen ni una sola historia escrita por García Márquez o bien rozar con la punta de un pañuelo o un pétalo amarillo la honrada agua salada de millones y millones de lectores que, creyendo haber leído toda la interminable literatura de un tal Gabo, descubrimos de pronto que hay música que viene de lejos, letras que vienen para leerse desde allá donde hay nubes y que En agosto nos vemos.

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