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Estar sin estar
Columna
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Anhelo de asombros

Precisamos extender el contagio de los pequeños asombros que merecen engrandecerse como cuando una adolescente señala la inmensa luna sin detenerse a especificar que es la misma de siempre

Estar sin estar, columna de Jorge F. Hernández para EL PAÍS
Estar sin estar, columna de Jorge F. Hernández para EL PAÍSJorge F. Hernández

El ingenuo público que asistió por vez primera a la oscura carpa donde los hermanos Lumiére inauguraban un mundo nuevo con una proyección de cinematógrafo se levantó de pronto y en tropel, tirando sillas por doquier, al ver que se les venía encima una locomotora humeante. Y algo similar sintió Santi cuando se miró por primera vez en un espejo o cuando su hermanito Bastián gritaba espantado ante la sombra de su propio piecito creyendo que era una araña que no lo dejaba en paz. Yo guardo en varias habitaciones de la memoria la primera alfombra de nieve y las llamas de una fogata, el misterio infinito de la piel de un elefante y también el primer beso que se volvió interminable por necia insistencia del recuerdo, y he anotado en mis libretas testimonios infalibles de una anciana que me narró que hubo un ayer en que viajó al mar (“…allí donde el agua se mete en las montañas y lo limita todo”) o el dolor de décadas de un miliciano envejecido que nunca pudo olvidar la primera bala que le partió la pierna.

Tengo tatuada en la memoria el sillón donde quedó colgada la incertidumbre al leer un verso que me convenció con su metáfora y la electricidad que se desprendía de un vestido de luces obispo y oro sobre la figura de un flaco y pálido torero que salía del hotel rumbo a la Maestranza de Sevilla, y que parecía virgen de procesión sin velas. Recuerdo la cara congelada de mi padre cuando se acercó temblando a la inmensa sombra de Joe Louis campeón mundial de los pesos pesados en épocas de blanco y negro, ya postrado en una silla de ruedas, y podría hilar de corrido la cantidad de autores admirados y escritoras releídas que han iluminado el breve instante de su paso con una confirmación invaluable de esto que llamamos asombro.

Sea en tinta o en pantalla, en persona o pensamiento, parecería que vivimos una elongada época de anhelo de asombro. Pocas veces vuelve el azoro expectante en las salas de los cines o en la sobremesa donde un vecino cuenta detalladamente otro crimen que se suma al horror de todos los días. Si acaso, habrá quien argumente que las nuevas imágenes insólitas e inventadas de la inteligencia artificial son el reducto de los nuevos asombros, pero insisto en la contemplación de legiones enteras de paseantes que ya ni voltean a mirar el sismo andante de una belleza al azar o el caballero andante que insiste en vestirse decimonónico con un clavel en cada mano.

Impávidos ante genocidios en la otrora Tierra Santa o ingrávidos ante las guerras que van cumpliendo meses conforme suman cadáveres, ya quedan pocos niños que detienen una cantaleta ante la milagrosa aparición de un resplandor amarillo en medio de sus chismes. Acostumbrados a lo insólito, millones de televidentes o apantallados imantados a sus teléfonos parecen ignorar los colores mágicos de un pájaro instantáneo, el ritmo de las lluvias o esa bella neblina que sale de una taza de café al filo de la madrugada y su niebla.

Anhelo el asombro de un arrepentimiento que me venga a explicar la razón o sinrazón de los daños causados y anhelo la sorpresa que causaría una postergada corrección o enmienda, la revelación de una mentira largo tiempo confirmada o la promesa insólita de un milagro posible.

Argumento que precisamos extender el contagio de los pequeños asombros que merecen engrandecerse como cuando una adolescente señala en voz alta la inmensa Luna perfecta sin detenerse a especificar que es la misma esfera de siempre o el prodigioso tartamudeo de un niño que suelta un globo rojo a la mitad de la calle como si fuera su propio abuelo catatónico ante un fugaz truco de naipes. Anhelo el asombro de volver a ver a mis muertos en persona, tanto como la adrenalina de mirar aunque sea de lejos la cara amada en otra vida, los juguetes arrumbados y los libros empolvados que no han vuelto a editar. Anhelo el asombro de quien no quien aún no ha viajado en tren y la lectora que hoy mismo ha de conocer en tinta al tal Fabrizio del Dongo. Anhelo el asombro ante la sexta sinfonía de Beethoven cuando se convierte en chubasco a la mitad de un campo imaginado o el instante apenas revelado en que se mueve un milímetro el perro adormilado que pintó Velázquez en una esquina del cuadro que llaman Las meninas.

Asombro sudoroso como espuma de cerveza de los fieles que fueron testigos en una caverna como sótano de Liverpool del torbellino electrizante de cuatro jovencitos que le cambiaron el peinado y el pensamiento al planeta.

Anhelo de asombro como callada declaración de todo imposible: volver a compartir almohada con Ella, andar hasta que se meta el Sol de la mano de mi padre, la cara de niña que tiene mi hermana ahora convertida en abuela, las dudas y ocurrencias de alguna demencia entrañable… y anhelo de asombro de que el próximo lunes ―por fijar una fecha anónima― se declare en todo planeta un cese al fuego inapelable, que no se pueda disparar ni una sola arma en el mundo o una sola pistola de simulacro o juguete en obras de teatro universales o en locaciones cinematográficas; que se paralicen entre las nubes todos los misiles en sus parábolas y que se detengan los obuses y granadas con la punta de sus narices en los lodos o prados o arenas donde se inmovilizarán todos los tanques y se derretirán todas las trompas de artillería, mojada la pólvora del planeta entero… tan solo por el siglo instantáneo que nos dure el increíble milagro de digerir en comunidad universal el asombroso recuerdo de un asombro anhelado, como cuando veíamos millones de estrellas en cielos sin tanta pinche luz y se escuchaba en las noches ese ruido llamado silencio. Como quien cierra los ojos.

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