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LA SABATINA
Columna
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PRI: el asalto final

Desde el poder y sin disimulo se lanzan en contra del opositor que les negó los votos en San Lázaro para aprobar la reforma eléctrica

Alejandro Moreno, presidente del PRI
El líder del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Alejandro Moreno, el pasado 4 de marzo.Victoria Valtierra (Cuartoscuro)
Salvador Camarena

Si no fue por la buena será por la mala. Tal es la consigna del acoso y derribo que Andrés Manuel López Obrador ha emprendido para capturar de una vez por todas al PRI, el instituto político en donde no solo se formó, sino del que emana su nostalgia más profunda. Si logra capturar al Revolucionario Institucional habrá reconfigurado el mapa electoral mexicano de forma que también desbaratará la amenaza de la alianza opositora en los comicios del 2024. Reventar al líder nacional priísta es el primer paso de esa ruta.

Alejandro Moreno, presidente del PRI, vive el peor mes de su carrera. El campechano había apuntado a mayo como el momento de su gran despegue. En múltiples apariciones mediáticas de las últimas semanas su mensaje corporal y verbal era: de aquí a la candidatura presidencial. Pocos se lo creyeron, pero él estaba convencido de su oportunidad y sus posibilidades. Si pudo quedarse y retener el tricolor a pesar de las derrotas en gubernaturas, qué o quién le impediría obtener también la estafeta opositora.

Su cronograma parecía perfecto. Luego de soportar por meses la presión de López Obrador, los priistas descarrilaron en abril en la Cámara de Diputados, con Moreno al frente del cohesionado torpedero, la reforma eléctrica mediante la que el ocupante de Palacio Nacional pretendía esculpir su nombre en los marmóreos renglones del expropiacionismo mexicano.

Ni embeleso ni chantaje, tampoco amenazas veladas o directas funcionaron a Andrés Manuel a la hora de subir a su expartido en el tren de la reescritura de la ley y la realidad eléctrica de México. AMLO apeló al pasado, al nacionalismo, e incluso les emplazó con meliflua candidez: ¿será que prefieren a Salinas que a Cárdenas? De todo intentó el presidente, incluido el dejar correr la idea de que una o varias de las gubernaturas en juego en las urnas el primer domingo de junio podrían negociarse. Nada funcionó.

Todo el poder de un jefe de Estado sin contención solo alcanzó para que un diputado tricolor, uno de setenta, defeccionara en las horas previas a la votación. Y encima ese legislador es hijo de un exgobernador priista comprado (a esas lentejas hoy le llaman embajadas). El régimen quedó exhibido. Sus argumentos carecieron de capacidad de persuasión; sus amenazas, de credibilidad. Lo que más dolió al tabasqueño fue que el PRI le rechazara la invitación a subir con él al vagón de un patriotismo con tufo del siglo XX.

Mas los coletazos del despecho de un mandatario que no puede resistir ni por un solo día no ser el centro de la atención nacional han iniciado. Es venganza, pero también estrategia. Los votos del PRI serán de Morena o no serán, tal es la divisa. Y para obtenerlos, Moreno pagará antes que nadie la osadía de no haber aceptado la cooptación, ese triturador término que priistas de la era en la que AMLO aprendió política convirtieron en cultura.

Si Alito, como le dicen a Alejandro Moreno, creyó que había logrado torcer a su favor el rumbo de las cosas el día que desde San Lázaro avisó al Gobierno y a la nación que su partido bloquearía la reforma eléctrica de AMLO, ahora padece las consecuencias de su intento de independencia. El tiempo de las facturas ha llegado y podrían costarle no solo la peregrina ilusión de una candidatura presidencial para sí mismo, sino el puesto de líder nacional del PRI y, si la cólera no atempera en Palacio Nacional, hasta la libertad.

La campanada de Alito en el Legislativo en contra de López Obrador le dio al campechano, así fuera momentáneamente, la estatura mediática que la opinión pública le había regateado desde siempre. Engallado, usó esa visibilidad para subir decibeles y adjetivos en contra del gobierno en conferencias y apariciones en la prensa. Cualquier político hubiera hecho lo mismo, pero él puso en la empresa el empeño de quien se cree subestimado de tiempo atrás por sus pares y por los votantes.

Porque Alito es eso, diminutivo vigente para quien aún no lograba obtener en la política mexicana el trato de don. Paradójicamente, ello a pesar de que lleva años ganándole a los barones del priismo clásico, de quienes fue obsequioso colaborador, la conducción y el mando del más importante organismo político mexicano de los últimos cien años. Sus exjefes, que fueron maestros del pragmatismo, se traicionan al desdeñarlo, a él que sí tiene al partido mientras ellos solo tienen resquemores por lo que fueron y hoy no son.

Alito creció en la crisis del peñanietismo. Avanzó mientras los dos delfines de Enrique Peña se despedazaban por una candidatura que al final el presidente mexiquense regalaría a un político que ni político era, a un secretario que si de algo servía en ese momento electoral era de crisol de casi todo lo que la gente aborrecía: la indolente rigidez del modelo neoliberal. Fue un regalo a López Obrador: la alfombra roja de un mandatario derrotado por la corrupción de su gobierno y la frivolidad propia y de su entorno. Moreno era parte de ese grupo, pero sin que se le viera venir se coló a la fiesta de los grandes capos. Mientras EPN traicionaba entre otros al doctor José Narro, el campechano llegaría incluso a darse de empujones para hacerse del liderazgo dentro de un PRI que ni Peña ni nadie cuidó durante un sexenio.

Bronco de carácter, más conocido por su ímpetu que por sus ideas, Alito tiene el mérito de que supo quedarse con los restos de un naufragio que no pareció importarle a los grandes nombres del priismo histórico, que no se mojaron ni una hora luego de la derrota del 2018. Migró de Campeche, donde dejó tras de sí una administración estatal polémica como tantas –por decir lo menos--, a Insurgentes Norte para insuflar de ánimo a priístas de nuevo huérfanos de jefe real.

En 2021 Moreno vivió un año de contrastes. Por un lado vio a su partido convertirse en su mínima expresión histórica en cuanto a gubernaturas, pues en las elecciones de ese año perdió ocho estados, incluida su natal Campeche. Sin embargo, su apuesta por la coalición opositora le dio dividendos de buen calibre simbólico: triunfos en alcaldías en la capital y la reconformación de una bancada tan potente y tan suya que podría imponer condiciones de bisagra en San Lázaro.

Con eso en las alforjas Alito ha capoteado durante casi un año la presión de AMLO, tiempo en el que el priismo lejos de amilanarse pareció encontrar un camino de reposicionamiento, una centralidad en el debate incluso a sabiendas de que desde hace muchos meses se da por descontado que el PRI seguirá perdiendo: para empezar Oaxaca el 5 de junio, un estado que apenas hace seis años el tricolor había recuperado. Y en Hidalgo, la otra entidad en disputa donde gobiernan desde siempre, igualmente serán derrotados.

Pero la paciencia de López Obrador llegó al límite. Para destripar al PRI el presidente ha iniciado por la parte más visible. Sin pudor legal o político, el oficialismo publica cada semana audios de conversaciones de Alito que comprometen su honestidad y su respeto a los valores democráticos, incluida la libertad de prensa. El principal problema de esos audios, que él sostiene que además de ilegales son fabricados, es que están diseñados para desfondar un político que apenas iniciaba su mejor intento para ser reconocido como respetable. Y por la respuesta en los medios esta semana –cuando se conoció un audio en donde habla de que a los periodistas hay que anularlos no con balas sino matándolos de hambre-- puede decirse que estas filtraciones han tenido éxito en su objetivo. Y esto está lejos de terminar.

¿Quién de las figuras clásicas del priismo se dolerá por el fin de la carrera de Alito si éste sucumbe al ataque de Morena? Esos barones, gobernadores incluidos, tienen qué decidir entre apoyar a quien se les atraganta de tiempo atrás, y exponerse ellos también a una nueva embestida del gobierno, o dejar caer al campechano sin garantía de que podrán capitalizar esa renovación en el liderazgo del PRI.

Porque si algo habría que destacar, finalmente, es que con el Alitogate el régimen ha dado un paso más en su descaro: si otros gobiernos filtraban anónimamente audios comprometedores para luego hacerse los preocupados por el bajo nivel al que habían llegado las cosas, en el caso del lopezobradorismo es la morenista gobernadora de Campeche la que hace alarde de falta de recato y desdén por las leyes al ser ella misma la que publica, con aviso de antelación y toda la cosa, cada comprometedor audio.

El medio es también el mensaje: desde el poder y sin disimulo se lanzan en contra del opositor que les negó los votos en San Lázaro. Y que los demás tomen apunte, porque para ellos serán los siguientes. Y de remate, este ataque oficial –nunca mejor dicho-- busca también generar daños colaterales. Constituye una provocación para medir, una vez más, a autoridades electorales, a las que juzgarán si no actúan como comparsas de Palacio Nacional.

La temporada de ataques a Alito le reducirá a éste su influencia en las negociaciones de la alianza opositora, y manchará a esa coalición, al impregnarla de sospechas de corrupción, y al robarle toda credibilidad frente al electorado: si secundan a Moreno, si lo arropan, no podrán presumir que se han renovado, no podrán decir que no son lo mismo que fue ruidosamente derrotado en las urnas en 2018. Y si ocurre, la caída Alito dejará al PRI en una frágil posición. El que se sume a la palestra sabrá que nuevos audios o materiales similares –incluidos expedientes judiciales- podrán salir a la luz pública para cooptarlo o doblarlo.

Solo un milagro de unidad por parte de los priistas de toda época, y un ánimo profundamente resuelto por parte del campechano para resistir toda clase de asechanzas por parte de López Obrador, permiten avizorar un escenario de supervivencia política para Alito, y con él para el PRI como lo conocemos.

En cambio, si el asalto presidencial contra Alito triunfa, diputados, alcaldes, gobernadores y simples militantes priistas enfrentarán un dilema: arriesgarse y resistir, o tan pronto como sea posible ceder y sumarse al movimiento de su más poderoso excorreligionario. Un dilema de vida y muerte. Pues si se resignan a lo segundo, el barco tricolor difícilmente navegará de nuevo. Para salvar la libertad la tripulación habrá brincado a la nave morena. Quién nos hubiera dicho hace unos años que le tocaría a Alito representar tan crucial momento para la historia del PRI.

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