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Columna
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Amon. El ruido y la furia en las redes sociales

Los segmentos de la población históricamente silenciados y cuya voz se escucha poco no han tenido el poder de callar el discurso de odio que perpetúa su opresión

Una mujer habla por teléfono durante la evacuación de Irpin, en Ucrania, ante la invasión de Rusia en la zona. Foto: LUIS DE VEGA | Vídeo: LUIS DE VEGA
Yásnaya Elena A. Gil

No es la primera vez que las plataformas digitales con mayor número de usuarios tomen ciertas posturas sobre el flujo de la información que circula en las redes sociales. Ya antes, tanto Facebook como Twitter habían tomado decisiones sobre contenido político y se había desatado una serie de discusiones al respecto. El cierre permanente de la cuenta de Twitter de Donald Trump unos días después de que sus seguidores irrumpieran en el Capitolio puso en el foco de la discusión el siempre complejo tema de la libertad de expresión. Según Jack Dorsey, unos de los cofundadores y presidente ejecutivo de Twitter, se había tomado esta decisión con base en “las amenazas a la seguridad tanto dentro como fuera de Twitter” que habían detectado y analizado, aunque reconoció también que se trataba de una decisión que sentaba un precedente peligroso. La cancelación de la voz de Trump en esta red social provocó distintas reacciones, incluyendo la del presidente Andrés Manuel López Obrador, que condenó la acción. Ahora, ante una nueva guerra que tiene a las tropas del ejército ruso invadiendo territorio ucraniano, la situación se ha polarizado como era de esperarse y las plataformas digitales están tomando, de nuevo, medidas polémicas. Por un lado, países miembros de la OTAN han anunciado el envío de armas a Ucrania mientras que el Gobierno ruso sigue la ofensiva. El alud de noticias falsas, opiniones a favor o en contra de las partes en el conflicto no ha tardado en llegar y la posibilidad de tomarse el tiempo de analizar la información y hallar los matices que toda realidad nos ofrece parece cada vez más lejana. Ante esta situación, Twitter decidió volver a aplicar un peculiar sistema de etiquetado mediante el cual coloca una leyenda que advierte que la información de ciertas cuentas de personas y medios está afiliada al gobierno de Rusia; además, Twitter redujo la visibilidad de estas personas y medios. La explicación detrás de esta decisión es que la red social pretende transparentar el origen de la información, sin embargo, las críticas al respecto señalan que esta medida equivale a fichar a las cuentas con base en su opinión, una especie de marca por tener un determinado punto de vista o defender las decisiones de un Gobierno.

Una vez más, en medio de una guerra en la que se encuentran involucrados diversos estados-nación, esta situación nos plantea varios supuestos que subyacen al ejercicio de la libertad de expresión. Uno de estos supuestos está relacionado con el ejercicio de esta libertad cuando se trata de discursos de odio y discursos que incitan a la violencia; por supuesto, determinar qué incita a la violencia cuando el abanico de violencias posibles que la humanidad puede ejercer es lamentablemente bastante amplia nos tendría que llevar a analizar con detalle cada situación. ¿Qué tanta plataforma se puede dar a los discursos que generan odio o incitan a la violencia? Pero más importante aún, ¿quién decide los límites entre la libertad de expresión y la apología de la violencia?.

No podemos contestar estas preguntas sin darnos cuenta de que no todas las personas podemos tenemos la opción de decidir esto y silenciar en consecuencia este tipo de mensajes. El disfrute de la libertad de expresión está entonces fuertemente relacionado con el ejercicio del poder. Por más que ciertas personas racializadas como inferiores en el sistema de clasificación racista apunten que el comportamiento de los grandes medios de comunicación sigue haciendo apología de la blanquitud, poco van a poder hacer para quitar plataforma a estas actitudes que fortalecen el racismo simplemente porque no tienen el poder de hacerlo. En el caso de las redes sociales, el poder de suspender cuentas, de etiquetar o de decidir qué es o no es un discurso de odio y apología de la violencia no depende de un consenso democrático, sino de las opiniones y decisiones de empresas, es decir, esas decisiones se están tomando desde las impresiones del capital privado. Quienes deciden sobre la libertad de expresión en las redes sociales son las empresas que las han creado. Quien puede callar a otras personas, nos parezca que tenga razón o no, muestra que tiene el poder de hacerlo. Los segmentos de la población históricamente silenciados y cuya voz se escucha poco no han tenido el poder de callar el discurso de odio que perpetúa su opresión. El hecho de que opinen que la gran mayoría de los productos audiovisuales diseminan prejuicios raciales no implica que tengan el poder para hacer algo al respecto, aún más, puede que su opinión ni siquiera sea escuchada. Así que, la libertad de expresión que preocupa a estas plataformas se determina sobre personas e iniciativas que ya tienen poder y ya tienen plataformas. La brecha digital seguirá silenciando la opinión de los segmentos de la población menos privilegiados y esto al parecer parecerá menos grave siempre porque esa censura y el silenciamiento de esas voces ha sido siempre sistémico y estructural, casi dado y natural.

En muchas de las asambleas comunitarias de pueblos indígenas en la sierra norte de Oaxaca, se establece colectivamente los principios para tomar la voz, estas decisiones de quiénes podrán hacer uso del micrófono en la argumentación y cuáles serán las opiniones que no pueden permitirse están mediados por ciertos principios culturales y por la decisión de la asamblea que determina el tiempo y el número máximo de participaciones sobre un tema determinado. Por esta razón, las asambleas comunitarias suelen ser muy largas cuando se ha determinado que la pluralidad de voces es importante. En este contexto, ha sido la colectividad la que tiene el poder de decidir qué es discurso de odio, discurso violento o discurso inapropiado que no debe tener lugar en las participaciones asamblearias, es una colectividad la que determina esos límites que irán cambiando también con el paso del tiempo y el cambio en los valores de la sociedad en cuestión. Si un cacicazgo emerge, este impactara contra la asamblea, la libertad de palabra en la asamblea comenzará a ser censurada directamente o bien por medio de una intimidación previa y más velada.

¿Qué sucede en las democracias liberales en donde son los directores ejecutivos de las empresas y su equipo quienes deciden si una voz debe ser silenciada?. ¿Podemos tener modos más colectivos de negar tribuna al discurso de odio y decidir en conjunto qué es un discurso de odio cuando este no es demasiado claro? ¿Qué se puede hacer para crear espacios comunes y una tribuna compartida? “Tú eres libre de tener una opinión que me parece racista, pero no de expresarla” me decía un amigo a propósito del tema, alguien más le replicó: “Tú eres libre de tener una opinión que me parece racista y eres libre de expresarla así como yo, y miles como yo, tenemos la libertad de decirte todas las veces necesarias que tu opinión es racista”. Pero sucede que no todos estaremos en la misma posibilidad de ser escuchados cuando el autor del comentario racista tiene mayor poder. ¿Es posible colectivizar los principios que rigen la libertad de expresión? ¿El discurso de odio aplica solo a las personas o también a las violencias que ejercemos contra otras especies? ¿Cómo respondemos todo esto colectivamente y participamos de esta discusión? Dejar estas cuestiones en manos de las empresas me parece peligroso y poco democrático.

Por ahora, una gran parte de las opiniones sobre la guerra sigue sesgada por los nacionalismos de Estado y los intereses económicos, mientras que las personas que menos voz han tenido serán los más afectados por la guerra. Confundimos las decisiones del Gobierno ruso con las personas de nacionalidad rusa así como confundimos a las personas de nacionalidad ucraniana con el Gobierno ucraniano. Se dice que libertad de expresión es base de la democracia y esta base, en buena medida, la hemos dejado en manos de la iniciativa privada.

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