A medio camino
Quizá la mayor virtud de esta Administración resida menos en los hechos y obras conseguidas y más en los símbolos
A tres años de haber triunfado y a tres de dejar el poder, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador se encuentra literalmente a medio camino, ahora buscará que esa expresión no se convierta en una suerte de epitafio. La ambiciosa Cuarta Transformación prometida al tomar posesión, es decir nada más y nada menos que un cambio de régimen, corre el riesgo de quedar en una versión incompleta o trunca como resultado de una frustrante mezcla de factores: la imprevisible y devastadora epidemia de la covid-19, las muchas resistencias encontradas por parte de otros actores políticos y económicos, y, desde luego, los propios errores y limitaciones de concepción e instrumentación.
Dicho lo anterior, a mi juicio las intenciones planteadas por López Obrador eran correctas. El Gobierno de Enrique Peña Nieto terminó en el descrédito ante la indignación provocada por la corrupción, la frivolidad, el despilfarro, la expoliación del Estado en favor de una élite enriquecida, el desinterés por las mayorías, la injusticia social, la pobreza y la inseguridad. El triunfo del candidato de izquierda fue resultado de un descontento creciente que, por fortuna, encontró una salida democrática en las urnas.
¿Cuál es el balance entre las intenciones y los logros efectivos a mitad de ruta? De entrada, habría que decir que cualquier evaluación de fondo tendría que hacer a un lado, por un momento, las narrativas beligerantes y radicales que inundan el espacio público porque están cargadas de descalificaciones, propaganda y exageraciones que, obviamente, estorban al propósito de extraer un balance medianamente razonable. En este espacio he insistido en que más allá de la rijosidad verbal del presidente, autor parcial de este clima de polarización, en realidad su gestión ha sido sorprendentemente responsable para alguien que intenta un cambio de régimen. Su política de finanzas públicas ha sido conservadora, contraria incluso al comportamiento que se atribuiría a un gobierno populista: equilibrio en las cuentas públicas, aversión al endeudamiento gubernamental, achicamiento de la burocracia, control de la inflación. De igual manera, ha sostenido una relación responsable y cautelosa ante Estados Unidos, también inusual para un líder que hace del nacionalismo y el orgullo patrio una bandera política. Contra los que lo acusan de ser un proto Chávez o un Fidel Castro, habría que decir que López Obrador no ha recurrido a expropiaciones, y tampoco ha optado por la vía tan socorrida por los gobiernos socialdemócratas de aumentar sustancialmente los impuestos a los más ricos. Y para quien suele ser acusado de mandar al diablo las instituciones, a las que ataca en sus sesiones diarias ante la prensa, en la práctica una y otra vez se ha sometido a sus decisiones.
En esencia, López Obrador es un hombre de discurso radical y de actos de gobierno responsables. Alguien que más allá de su discurso encendido, busca cambios en el sistema a partir de las reglas y los límites del propio sistema. Y lejos de un paradigma socialista, ya no digamos comunista, su ideario parecería estar más cerca del priismo presidencialista de los años 50 y 60, un pretendido período de oro marcado por el desarrollo estabilizador, cuando el Estado mexicano supuestamente poseía conciencia social y promovía el bienestar de los pobres.
¿Qué ha hecho el gobierno en esa dirección? Lo más importante es el esfuerzo redistributivo a los grupos más desprotegidos a través de transferencias directas que no pasan por intermediarios. Poco más de 15 mil millones de dólares anuales. Insuficiente como detonante para la formación de un mercado interno, como era la intención del presidente, pero un enorme alivio para una población que, si bien no había sido desahuciada por los gobiernos anteriores, era percibida esencialmente como clientela política de las redes de intermediación.
En el haber de la 4T habría que mencionar el fortalecimiento de las finanzas públicas a través del combate a la evasión fiscal; el mejoramiento del poder adquisitivo de los salarios mínimos; las modificaciones a las leyes para favorecer la democracia sindical; la intención de reactivar el olvidado sureste del país a través de ambiciosos proyectos de inversión, por más que algunos de ellos sean objeto de polémica. No son los únicos aciertos, desde luego, pero sí los más destacables en un texto de estas dimensiones.
Luego habría que mencionar iniciativas impulsadas en la dirección correcta pero con efectos secundarios dañinos por el apresuramiento o por errores en la instrumentación. Es el caso del combate al Huachicol (extracción ilegal de combustibles), o la intención de poner fin a los contratos leoninos y fortalecer el papel del Estado en el sector energético, o peor aún, el proyecto de sanear el enlodado universo de la compra de medicinas destinadas al sector público. Todas estas acciones han provocado en su momento dificultades de abastecimiento, inversiones de rentabilidad discutible y en ocasiones efectos contraproducentes. La aversión del Ejecutivo a reconocer errores o problemas (para no dar “municiones” a sus adversarios), habrían impedido limitar estos perjuicios, que ciertamente van más allá de “daños colaterales”.
No obstante, me parece que el gobierno ha intentado, con todas sus limitaciones, imprimir un impulso pendular en dirección opuesta a los excesos y abusos con los que venían operando administraciones anteriores. Podrá parecer anecdótico que el presidente viaje en avión comercial y clase turista, pero esa y muchas otras acciones en contra del uso indiscriminado del patrimonio público, dejan establecido un precedente para el enriquecimiento fácil y el gasto suntuario en futuros gobiernos. Podrá ser un exceso una comparecencia de dos horas diarias, pero al menos se lo pondrá difícil al siguiente presidente que quiera atrincherarse como lo hizo Enrique Peña Nieto.
En suma, no me parece que exista un cambio de régimen en marcha como quisieran creerlo el presidente y sus propios adversarios. No hay en México un antes y un después. La clase política cambia de sillas, pero los protagonistas siguen siendo los mismos, de igual manera que la élite económica consta de los mismos apellidos quizá incluso con un poco más de riqueza luego de la crisis por la pandemia. Lo que sí ha sucedido es que algunos sectores desprotegidos reciben una atención que antes no tenían y hay un serio intento, quizá mal instrumentado, por modificar los abusos de la burocracia y algunos empresarios rapaces sobre los bienes públicos.
Quizá la mayor virtud de esta Administración resida menos en los hechos y obras conseguidas y más en los símbolos, algo que resulta fundamental en la política. AMLO sigue representando una esperanza para mayorías que tienen muchas razones para sentirse agraviadas. Para un país con la desigualdad que padecemos y la crisis en la que nos encontramos, López Obrador, belicosidad verbal incluida, paradójicamente es un factor de estabilidad política. Al final de este camino tal vez ese podría ser el principal aporte que deje su gestión. Ciertamente no habrá cambiado la vida de los pobres, pero habrá mostrado que ellos pueden colocar, sin violencia, a un hombre que miró por ellos en Palacio Nacional. Y eso no es poca cosa.
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