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‘No voy a pedirle a nadie que me crea’, humor incómodo contra los clichés mexicanos

El director Fernando Frías adapta el libro homónimo del autor Juan Pablo Villalobos a la pantalla grande y retrata parte de la cotidianidad nacional que se debate entre los límites del humor y la tragedia

pelicula No voy a pedirle a nadie que me crea
Fernando Frías dirige a los actores de la película 'No voy a pedirle a nadie que me crea'.LANDER LARRANAGA (NETFLIX)
Erika Rosete

Para el director mexicano Fernando Frías, la literatura es un búnker al que suele volver como quien regresa a un refugio seguro y alejado del ruido. Es un lector voraz, un viajero experimentado que aprendió desde pequeño que el mundo había que verlo y explorarlo, para después retratarlo. Y aunque no lee para adaptar al cine, en cuanto se sumergió en las páginas del libro No voy a pedirle a nadie que me crea (Anagrama, 2016) —del también mexicano Juan Pablo Villalobos—, sintió algo muy parecido a la “urgencia” por darle vida a algunos de los personajes de esa historia. Lo ha hecho con este, su cuarto largometraje, que lleva el mismo título y que se estrena este miércoles en Netflix.

Frías habla rápido y casi se atropellan sus palabras cuando se trata de libros: “No estaba pensando en buscar en la literatura material para adaptar, aunque constantemente me encuentro con material increíble que me hace verlo claramente en imágenes. Me pasó también cuando leí Transmigración de los muertos, de Yuri Herrera; de Maximiliano Barrientos, La desaparición del paisaje; de Munir Hachemi, Cosas vivas. En realidad esta novela cuando la leí no era en búsqueda de cuál sería mi siguiente película, pero me empezó a arrancar carcajadas y al mismo tiempo una reflexión y además a invitar a una adaptación”, cuenta.

El director se encontraba “al borde del colapso” en 2017, mientras preparaba la célebre Ya no estoy aquí (2020), porque no tenía cómo terminarla debido a la falta de presupuesto y porque el actor protagonista, Juan Daniel García Treviño, había sido rechazado ya tres veces en la entrevista para recibir una visa que le permitiría grabar las escenas en EE UU. Entonces volvió a su refugio de letras y se encontró con la novela de Villalobos —ganadora del Premio Herralde de novela, en 2016—. Cuando la leyó se preguntó cómo podría hablar desde el humor de cosas tan relevantes como preocupantes en la vida de los mexicanos: “La película, como la novela, no le pide permiso a nadie y se atreve a comentar sobre miles de cosas, a partir de los estereotipos, en los que también se cuestionan los límites del humor, desde el momento en que vivimos como ahora uno de corrección política”, dice.

No voy a pedirle a nadie que me crea cuenta la historia de Juan Pablo (interpretado por Darío Yazbek), un joven mexicano que gana una beca para estudiar un doctorado en Barcelona y que antes de partir se encuentra envuelto en un problema que le hará ser una especie de marioneta de un grupo delictivo mexicano con presencia en la ciudad española. Ya en España, y con la compañía (que poco a poco se convierte en una relación marcada por la distancia) de su novia Valentina (Natalia Solián), Juan Pablo usará todo lo que le está sucediendo —que ni entiende ni puede remediar—, para escribir la novela que siempre deseó escribir. Todo esto mientras es obligado por los mafiosos a hacer cosas que, de otra forma, no se atrevería a hacer.

El humor, sí, lo enmarca todo. Al punto de pisar terrenos complejos. Por ejemplo, el curso que Juan Pablo va a estudiar es “sobre los límites del humor en la literatura latinoamericana del siglo XX”, que después tendrá que cambiar a algo enfocado hacia el feminismo. En este punto, los clichés, los estereotipos y las concepciones que se suelen hacer sobre los problemas de un contexto como el mexicano ya están puestos para sacar provecho y risas irónicas. Los malos son muy malos, la violencia aparece casi como un acto justificado que se mantiene siempre en segundo plano para dar rienda suelta al ridículo y a la incomodidad.

Sin embargo, debajo de esas risas, quienes han vivo de cerca la violencia cotidiana en México, experimentan una especie de reflexión: “No sé si es como un sedante. El humor como que te encamina y te adentra, y ya que estás adentro te quita la cortina de los ojos y eso, creo, tiene un valor en el propósito, y no es que estemos haciendo un cine de denuncia, en este caso, o que estemos queriendo concientizar”, cuenta Frías.

En un texto publicado en este diario, el escritor mexicano Emiliano Monge, hacía una reflexión sobre el tema: “El humor, que es una de las características más íntimas de nuestra especie, es, también, una de las herramientas que de mejor forma nos desnudan: dime de qué te ríes y te diré con que colores sientes, con qué prejuicios piensas, con qué privilegios vives”. Y el humor es, en el libro y luego en la película, la mejor herramienta para retratar esas pequeñas cosas que definen las personalidades de las personas y que delatan el lugar de donde vienen y los lugares a los que aspiran a llegar. A veces con mucha suerte, y otras con menos.

De alguna manera, dos formas de contar la mirada del mundo desde unos ojos mexicanos —una a través del humor (la de Villalobos) y otra en la búsqueda de la identidad siempre latente en sus películas (la de Frías)— se encontraron para hacer una mancuerna armónica que logra un retrato fiel del mundo tal y como se atreven a verlo quienes están dispuestos a reírse de él y de sí mismos. En una entrevista a este diario, Juan Pablo Villalobos decía que prefería aquellos lectores “que crean que a través del humor, la frivolidad y el entretenimiento también es posible llegar a lo profundo o trascendental”.

La película inicia con un vagabundo leyendo en varias hojas de papel el título No voy a pedirle a nadie que me crea, para después arrojarlas al viento como si aquello no fuera más que un puñado de basura. El final de la película, que el director describe como un final de “auch”, devuelve al espectador a ese momento previo en que el manuscrito de la novela de Juan Pablo vuela por el aire, hoja por hoja, en las calles de Barcelona, no sin antes experimentar un estado de completa desolación y abandono por todo lo perdido en el camino. El final de la película es también la vuelta a una realidad demasiado violenta que, pese a que se pueda endulzar con ratos de humor, sigue estando ahí, devorando todo lo que encuentra a su paso.

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Erika Rosete
Es periodista de la edición mexicana de EL PAÍS.
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