Marcela Turati: “Las fosas de San Fernando encarnan el carácter masivo de la violencia, lo sistemático, la sinrazón”
Decana del periodismo de investigación en México, la reportera presenta su nuevo libro, ‘San Fernando: última parada’, sobre uno de los casos más escabrosos que ha vivido el país, el hallazgo de al menos 193 personas en fosas en un pequeño pueblo del noreste
Si existe un futuro sin violencia en México, si las generaciones que nazcan en dos o tres décadas tienen la suerte de habitar un país sin descabezados, encobijadas, desollados, secuestradas, levantados, asesinadas y un largo etcétera, si eso ocurre y alguien quiere entender el pasado, allá estará el compromiso de Marcela Turati. Sus libros, proyectos multimedia, charlas y talleres dan fe del presente maldito y fabrican la memoria del tiempo que vendrá.
La reportera es faro de una generación de periodistas que aprende a lidiar con un conflicto sin par en el mundo, esta guerra alucinada que se libra en México, con armas de fabricación estadounidense, por drogas, derechos de extorsión y recursos naturales, mientras las grandes ciudades sucumben al turismo masivo y a una implacable ola gentrificadora. En medio del caos y el sinsentido, la reportera mira a las víctimas, que en el lenguaje de la política figuran bajo el concepto de daños colaterales. Con ellas ha vivido estos años, desde ahí cuenta.
Turati (Ciudad de México, 1974) publica ahora San Fernando: última parada, un mosaico de sus intentos por entender uno de los casos más escabrosos que ha vivido el país, el hallazgo de al menos 193 personas en fosas en un pequeño pueblo del noreste mexicano, hace ahora 12 años. “Lo de San Fernando encarna el carácter masivo de la violencia, lo sistemático, la sinrazón”, dice la autora. No fueron solo las fosas. Un año antes, criminales asesinaron a 72 migrantes en una bodega en el mismo municipio. Y entre medias, el diablo encontraba allí su lugar.
Aunque yace unos cientos de kilómetros al sur de Estados Unidos, San Fernando era entonces frontera. No un límite entre países, sino entre los dominios de grupos criminales, inmersos en una batalla descontrolada por el territorio y todo lo que por allí se movía. “Ellos se sentían los dueños. Habían asesinado a 72 migrantes el año anterior y no había pasado nada. Tenían el municipio y los alrededores como una cárcel. Ellos eran los carceleros”, explica la autora. Ellos eran Los Zetas, grupo criminal fundado por militares desertores, peleados a muerte con sus viejos empleadores, el cartel del Golfo, que funcionaba -y funciona- al norte de San Fernando.
En los años de terror, 2010 y 2011, cualquiera que pasara por el municipio podía desaparecer. Los Zetas temían que todo hombre que buscara el norte fuera a engrosar las filas de sus rivales. En esa lógica, estos criminales secuestraban, torturaban y mataban. Luego arrojaban los cuerpos de sus víctimas en agujeros que abrían en la tierra con excavadoras. Lo hacían sin que nadie lo impidiera. Peor aún, sin que nadie lo denunciara.
Turati describe el modus operandi. Los criminales se apostaban junto a la terminal de autobuses de San Fernando y bajaban a enemigos potenciales. Se los llevaban y los vehículos llegaban a su destino, en Reynosa o Matamoros, medio vacíos. Durante años, decenas de maletas quedaron sin dueño en las bodegas de las empresas transportistas. Nadie nunca dijo nada. Uno de los pasajes más tristes y memorables del libro es la entrevista con el entonces alcalde de San Fernando, Tomás Gloria. La frase que más veces repite es “nunca vi nada”.
La autora reflexiona sobre la lógica de los perpetradores. “Es la impunidad, sabían que nadie les iba a hacer nada. Y la paranoia de la guerra, el odio por el grupo rival”, señala. “Estaban en la locura de la guerra, ya no veían. Todo lo que pasaba, todo, es como si los demás fueran extras de su película. Solo podían ver al otro grupo y todo tenía que ver con su lógica, todos son contrarios, todo el bus que pasa lleva a los contras. Cualquier persona es sospechosa, reclutable. Para su mirada, todo era mercancía, todo se ve con la mirada de la guerra”, añade.
La crueldad era doble. No era solo que Los Zetas hicieran y deshicieran sin que nadie lo impidiera; no era que desaparecieran a cientos de personas. Era que luego, armado el escándalo, cuando militares empezaron a encontrar fosas y más fosas y decenas de cadáveres hechos pedazos al fondo, las autoridades no supieron lidiar con lo que encontraron. O no quisieron. Y no hicieron demasiados esfuerzos por identificar a las víctimas o, simplemente, las identificaron mal. “Es el maltrato institucional de principio a fin. Los exhuman, pero eso no significa que vayan a hacer nada para identificarlos, para encontrar a sus familiares”, explica la autora.
Es un libro coral el de Turati, apoyado en cientos de entrevistas realizadas a lo largo de una década, en viajes a San Fernando, pero también a los lugares de origen de las víctimas, en expedientes judiciales, en notas de sus libretas. Incorpora las voces de todos, desde la del joven policía de San Fernando, detenido junto a otros 21 compañeros, acusados de colaborar con Los Zetas, hasta la madre de un muchacho salvadoreño que apareció muerto en las fosas, Bertilia Parada, que insistía, más allá de recuperar los restos de su hijo, en entender el porqué de lo ocurrido.
Las 2.000 fosas
En paralelo al libro, Turati ha dedicado buena parte de su tiempo estos últimos años a la crisis de desaparecidos que atenaza al país. México cuenta en la actualidad más de 100.000 personas desaparecidas, la mayoría en los últimos 16 años, tiempos de la guerra contra el crimen organizado. Hace cinco años puso en marcha un proyecto, A dónde van los desaparecidos, que trataba de dar forma al caos. Nadie sabía entonces cuántas personas faltaban, de dónde se habían ido, dónde podían estar...
El primer trabajo de A dónde van… fue un mapa de las fosas del país, una de las capas de la geografía del dolor, expresión tomada de otro trabajo, hermano del primero, publicado años antes por la fotoperiodista Mónica González. Turati y su equipo descubrieron que en el país se habían ubicado más de 2.000 fosas clandestinas en los últimos años. En México, desaparecidos y fosas van de la mano. Muchos de los que no están aparecen semanas, meses, años más tarde, en un agujero perdido en la loma de cualquier cerro.
Si la violencia que ha engendrado esta red de fosas clandestinas en todo el territorio resulta insoportable, la respuesta institucional no le va a la zaga. Parte de aquel especial de A donde van… y de los que ella y su equipo han levantado en los años siguientes apunta precisamente al segundo punto. Lo mismo ocurre ahora con San Fernando: última parada. Cuando en abril de 2011, militares empezaron a sacar cuerpos de fosas, la primera inquietud de los gobiernos fue la inminente temporada turística de semana santa.
No fue solo una anécdota. De hecho, lo que vino después fue peor. Cuando los cadáveres empezaron a acumularse en las morgues del noreste, para evitar ruido de cámaras y familias, los investigadores empezaron a sacar cuerpos de allí. Algunos se los llevaron incluso a Ciudad de México. Más tarde, decidieron que parte de los cuerpos que sacaban tenían que ver, en realidad, con un caso distinto al resto, sin aportar argumento alguno…
“Siempre he dicho que San Fernando me ayudó a leer luego Ayotzinapa”, dice la reportera, recordando el caso de la desaparición de 43 estudiantes rurales, en 2014, en el centro de México. “Es el mismo patrón, todo. O sea, es SEIDO”, añade, en referencia a la unidad de la Fiscalía federal que asumió las investigaciones en ambos casos. “Es SEIDO con la misma gente, apoyados en servicios periciales, es la lógica de fragmentar expedientes, de no querer levantar denuncias, no querer que las familias se unan, meter rápido a fosas comunes a los desaparecidos. O sea, desaparecer a los desaparecidos para que no se hable de violencia”, zanja.
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