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Violencia en México
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿La calle es mía?

El índice de presunta impunidad es de 99,5% para los ilícitos cometidos por parte de policías o integrantes de las fuerzas armadas

Violencia en México
Un elemento del Ejército hace guardia en la escena de un multihomicidio, en Fresnillo, en el Estado de Zacatecas, el 11 de enero de 2022.STRINGER (REUTERS)

Una de las amenazas más graves que está padeciendo la población que vive en los Estados y municipios mexicanos es, por una parte, el aumento de la inseguridad y la violencia expresada, entre otras incidencias delictivas, en la escandalosa cifra de homicidios dolosos que todos los días reportan los informes oficiales y, por otra, la ilusión de que todo se va a resolver mediante el uso de las fuerzas armadas en un número variado y creciente de actividades.

La evidencia disponible de los últimos 15 años y la experiencia internacional indican que esa es una estrategia destinada al fracaso y que el remedio resultará mucho peor que la enfermedad. Veamos las cosas con detenimiento.

La primera es que en México existen alrededor de 2.000 corporaciones que realizan siete tipos de funciones policiacas, desde las policías municipales hasta el Ejército y la Marina, que agrupan en conjunto a unos 400.000 elementos aproximadamente. Como es lógico en un país de baja institucionalidad, es imposible orientar la acción de todas ellas de manera coordinada, transparente y eficaz, independientemente de otros problemas operativos y de agencia que se presentan todo el tiempo. Basta ver el terror que se apoderó de algunas ciudades en Jalisco y Guanajuato en agosto pasado cuando los criminales quemaron 25 tiendas de conveniencia, un número indeterminado de vehículos y bloquearon varias carreteras, supuestamente en respuesta a un confuso operativo (uno más) del Ejército para detener a un delincuente.

Este es un panorama que se ha vuelto cotidiano y cuya dimensión real no conocemos puesto que, de acuerdo con INEGI, apenas se denuncia el 10,1% de los delitos que se cometen.

Sin una estrategia efectiva, ahora hay que añadir la enorme confusión en la intención de transferir la llamada Guardia Nacional a la esfera del Ejército y de alargar su presencia en las calles por varios años más. Y la pregunta central sigue siendo la misma: ¿esa medida será eficaz para reducir sustancialmente la grave inseguridad en México? Probablemente no.

En varios países hay una guardia o policía nacional. En Chile existen los Carabineros desde 1927 con una estructura de tipo militar, pero dependen del Ministerio del Interior, que es una dependencia civil. España tiene dos cuerpos al respecto; la Guardia Civil, que nació en 1844 y está ubicada dentro del Ministerio del Interior para toda su administración como del de Defensa para aspectos de tipo militar, y la Policía Nacional, que surgió en 1824, tiene carácter civil y depende enteramente de Interior. En Francia, la Gendarmería Nacional, que data del siglo XVIII, tiene una estructura parecida a la española. En síntesis, todas estas corporaciones tienen más de 100 o 150 años de fundadas, están esencialmente bajo control civil y todos sus integrantes han pasado por un proceso de educación, entrenamiento y capacitación muy profesional.

La segunda duda es si en el caso mexicano las fuerzas armadas son competentes para mitigar el problema. No parece ser el caso, y su gran deficiencia es que no están hechas para desempeñar tareas de seguridad pública, no lo saben hacer, no están preparados y su lógica de operación, que es militar, puede llevar a excesos, violaciones y corrupción, como de hecho ha ocurrido.

Un ejemplo: la noche del 19 de marzo de 2010 varios soldados del Ejército asesinaron a mansalva a dos jóvenes estudiantes del Tecnológico de Monterrey. En un aparente rondín que hacían los militares por una avenida de la ciudad de Monterrey, se toparon con los muchachos que salían por la noche de las instalaciones del campus para cenar o irse a su casa; al ser acosados por los soldados, se asustaron y corrieron nuevamente hacia el interior del campus, fueron perseguidos hasta allí y asesinados a sangre fría. Para esconder la verdad de los hechos, el Ejército dijo que el homicidio había sido en el contexto de un enfrentamiento con el narcotráfico y acusaron a los estudiantes de formar parte del crimen organizado. Todo fue una mentira, todo.

Como se comprobó después, los militares persiguieron a los estudiantes, los golpearon, les metieron varios tiros, alteraron la escena del crimen, colocaron armas de fuego encima de sus cuerpos y se robaron las cámaras de seguridad para esconder la evidencia. El asesinato fue producto de un montaje premeditado realizado por el Ejército y avalado por las autoridades de todos los niveles de gobierno en ese momento. Semanas después del asesinato, el entonces Procurador General de la República, Arturo Chávez, viajó a Monterrey para entrevistarse en privado con las autoridades del TEC. Llevaba dos gruesos expedientes que compartió con éstas en donde se mostraba fehacientemente que los soldados mataron a los estudiantes. En marzo de 2019, la secretaria de Gobernación de la actual administración reconoció los hechos tal cual habían ocurrido y ofreció una disculpa a los familiares de las víctimas. Seis militares fueron identificados por la justicia como involucrados. Hasta 2021, tres de ellos estaban detenidos y al parecer procesados como presuntos homicidas, dos permanecían prófugos y el último sigue desaparecido. Antes de esto, únicamente un miembro de la SEDENA había sido juzgado por ese caso en una corte militar, que lo declaró inocente.

Y el tercer problema, además de la ineficacia militar y de las violaciones a los derechos humanos, es la alta probabilidad de corrupción e impunidad. Es difícil saber con exactitud la magnitud de estas incidencias en las fuerzas armadas -porque se llevan en el insondable sistema de “justicia” militar- pero una organización civil reportó que de 2015 a 2020 se denunciaron en México casi 34.000 delitos relacionados con la brutalidad policial de los cuales solo 373 fueron judicializados y 172 concluyeron en una sentencia condenatoria. Es decir, el índice de presunta impunidad es de 99,5% para los ilícitos cometidos por parte de policías o integrantes de las fuerzas armadas.

Incluso en casos como Carabineros de Chile, donde era inimaginable la corrupción, ésta ha crecido aceleradamente. Las cifras oficiales documentan que la Fiscalía de Chile contabilizó 112 carabineros procesados por delitos de narcotráfico entre 2010 y 2020, pero CIPER, una organización de periodistas de investigación muy reconocida en ese país, revisó decenas de informes del Departamento de Asuntos Internos de Carabineros y encontró infiltración del narco al interior de las filas uniformadas, funcionarios que colaboran con bandas de asaltantes, hacen negocios y modifican registros de las comisarías para reducir artificialmente la tasa de delitos violentos, entre otras cosas, y se calcula que la cifra real de ese tipo de conductas puede ser mucho mayor. De hecho, han sido procesados y/o encarcelados, acusados de lavado de dinero, fraude fiscal, y malversación de recursos públicos, los cuatro últimos excomandantes en jefe del Ejército de Chile, el cargo más alto en las Fuerzas Armadas solo por abajo del Ministro de Defensa.

Pues bien, hechos como estos no son aislados, los ejemplos son numerosos y existe el serio riesgo de que aumenten básicamente porque la misión de los militares no es realizar funciones de policía. Y mucho menos en México porque, a ese paso, poco faltará para que los militares revivan la frase atribuida a Manuel Fraga Iribarne, el viejo ministro franquista: “La calle es mía”. El Ejército y la Marina son instituciones importantes en la defensa de la soberanía y la seguridad nacional, pero otra cosa es la eficacia en las políticas de seguridad pública y la integridad de personas, familias y patrimonios.

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